La tormenta de arena

Por Carlos Fruhbeck.

Hay un cuento de Dino Buzzati que habla de una gota de agua que todas las noches sube las escaleras de un edificio. Escalón a escalón. Lentamente. Lentamente. Y los vecinos no pueden dormir y sus sábanas se vuelven mordazas y por eso le intentan dar un significado a una simple gota de agua que sube todas las noches las escaleras de su edificio. E inventan esperanzas o aprenden a desesperarse con la lámpara de la mesilla encendida mientras la gota se dirige hasta el último piso. Se equivocan, se equivocan. Como me equivocaba yo cuando esperaba con impaciencia a que llegara una tormenta de arena. La esperaba desde el balcón del tercer piso de un bloque soviético en una Universidad China. Han pasado nueve años, ¿qué quedará de todo aquello?
Es posible que fuera mayo, como ahora. Un mayo que hablaba tras una mascarilla de pétalos de plástico. Un mes cubierto por el polvo negro de una ciudad de seis millones de habitantes y floreciente industria química y autobuses de dos pisos y maestros de caligrafía y los huesos llenos de bicicletas viejas, miles de bicicletas viejas aparcadas en hilera en los pulmones. Había dejado de escribir y tenía la garganta llena de alquitrán, como todos los que esperan y me decía que algo tendría que llegar. Necesariamente algo cambiaría todo de un golpe de volante hacia el acantilado.
Así lo había creído la noche del once de septiembre, cuando vi encendidas todas las ventanas de los apartamentos en los que vivían los profesores americanos y pensé en colmenas en llamas. La realidad se veía de perfil. La salvación de mi mundo estaba en una silueta con sobrepeso que gesticulaba con desesperación en su terraza hasta volverse borrosa. Y mi vida empezaba de verdad, así me dije, como si hubiera saltado de una torre porque tardaría cien años en estamparme contra el suelo y podría ser feliz durante la caída, sin ver que todo arde alrededor. Sólo era un pobre egoísta.
También pensé que había llegado el día en el que todo sería diferente cuando volvíamos de una excursión a una de las montañas sagradas del budismo. No pude comprender nada. Durante una de las paradas nos mostraron el centro renovado de una pequeña ciudad de provincia. Se trataba de una calle de estatuas ecuestres de generales romanos o renacentistas que desembocaban en una esfinge egipcia. Bastaba con que anocheciera para que el milagro se deformara todavía más. La noche pasaba la mano sobre las estatuas y descubría que estaban huecas y eran de plástico. La noche atornillaba bombillas de neón sobre la cabeza de la esfinge y las bombillas reían con los ojos y yo también reía, a carcajadas, aunque sentía que alguien me había volcado por dentro.
Pero nada. Tenía que esperar. Sólo esperar.
No sabía de donde vendría la tormenta. Pero me habían dicho que llegaría, así me lo contó una mujer que no tenía otro lugar en el mundo que no fueran una jaula llena de pájaros grises, un cáncer ficticio y aquellos apartamentos. Cubriría todo con arena finísima. Cambiaría el orden de las cosas. Me diría la verdad en una lengua de polvo anaranjado. Mientras tanto, las estudiantes se protegían del sol con pequeñas sombrillas, la gota de agua seguía subiendo escalón a escalón en todos los edificios del mundo, el anciano que guardaba la barrera que separaba las casas de los extranjeros del resto de la universidad seguía empequeñeciéndose dentro de su traje maoista, ojos encendidos, sonrisa desdentada, inaferrable; la gota de agua seguía subiendo, las lavanderas jugaban al badminton delante de mi casa, una simple gota de agua, los vendedores ambulantes cortaban las piñas con un machete y yo había dejado de escribir y esperaba en mi terraza y miraba al vacío, al paisaje de los bloques, a los dos grandes cables eléctricos que lo atravesaban de parte. Porque yo esperaba que una tormenta llenara aquel vacío. Aquello era lo importante.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *