Cenando con Mugabe

Por Ignacio del Valle.

Cenando con Mugabe. Heidi Holland. Ediciones Escalera. 480 pp. 17, 95 euros.

Este libro de Heidi Holland es una interesante variación sobre la banalidad del mal de la que nos hablaba Hannah Arendt. La psicobiografía de un líder desconcertante y destructivo, Robert Mugabe, que pasó de héroe y libertador de Zimbabwe a perder la gracia y erigirse en un mal que susurra, al igual que hace Aguirre al final de la película de Herzog, un mal que te incita a acercarte para intentar escucharle, para entenderlo. “Monstruo” etimológicamente hablando significa aquello que señalamos con el dedo, y la periodista va señalando las estaciones de este Robespierre negro, el proceso de transformación, la confluencia de factores que provocaron que un individuo bienintencionado quedase encerrado en las mazmorras más profundas y paranoicas de su psique. No obstante, Heidi Holland, cual mosca cojonera, no se limita a apuntar sólo al dictador, sino que busca cómplices en las actitudes intransigentes de la minoría blanca de la antigua Rodhesia, en la desidia del Reino Unido, en las viejas rencillas tribales, en la laxitud de las instituciones europeas; donde hay un títere, ella va a por su cabeza no para exonerar al monstruo, sino para extraer las lecciones que puede dejar para la historia. A la postre, lo realmente estremecedor es que Mugabe no es más que un hombre, un individuo que al mismo tiempo que mandaba exterminar a miles de congéneres daba clases a su jardinero o hacía reír a su esposa con imitaciones. Lo terrible es que no resulta más que un espejo donde todos nos podemos reflejar y comprobar cómo, en las circunstancias adecuadas, podemos ir paulatinamente confundiendo el bien con el mal porque todo nuestro código llega a basarse en las propias aspiraciones políticas. De lance en lance acabaremos buscando un enemigo exterior para justificar nuestras acciones, como bien argumentó Canetti, y nos apartaremos de la realidad, de la conciencia de nuestra falibilidad y mortalidad, hasta convertirnos en una caricatura que se mantendrá a distancia de cualquier evidencia de que no somos la imagen que nos hemos creado de nosotros mismos. Seremos entonces Tony Montana hundiendo el rostro en una montaña de coca, seres con los pies en el aire, cosas muy viejas que bajan por la colina, como escribía Bertold Becht, y quieren hacerse pasar por algo bueno.

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