Ars Palmae: Cuando éramos niños

Por Miguel Ángel Mala.

A modo de advertencia, me gustaría dejar clara una cosa: nos hallamos ante un ente revolucionario del cuento fantástico. Y lo es por una cuestión de tiempos. Donde los autores tradicionales de género fantástico suelen poner punto y final a sus obras, ahí es donde las comienza Félix J. Palma.
Esta afirmación, que he escuchado al menos dos veces de la boca del propio escritor, le confiere a sus textos un sabor inconfundible. Porque trata de hacer verosímil lo inverosímil, y es en esta pugna sin tregua en la que se forjan sus historias. Palma es un maestro en el arte de hacer cotidiano lo fantástico y fantástico lo cotidiano. Para ello, estudia minuciosamente los quehaceres del día a día, poniendo sobre la malla de su particular circo de palabras a hombres y mujeres corrientes, que se ven, sin saber bien cómo, enmarañados en circunstancias extravagantes, increíbles, fuera del orden normal de las cosas. Y es por su naturaleza cotidiana por la que aceptan esos hechos como normales y tratan de continuar con sus vidas como si nada hubiera ocurrido, como si no fuesen ya parte de un engranaje narrativo en el que, mal que les pese, tienen una función que cumplir.
Estos personajes están enfrascados en vidas grises, y en la mayoría de los casos «…se sienten estafados por su destino». Sin embargo, dentro de estas vidas monótonas, plenas de hastío y herrumbre, algunas personas se imaginan que son lo que no son, como en un cuento infantil. Así sucede, por ejemplo, en «El valiente anestesista», que mezcla la cruda realidad con la idealizada trama de un cuento de hadas. Sin embargo, sus nombres responden a la actualidad más cercana y trivial. Palma no recurre a países exóticos, no nos hace viajar a culturas diferentes que mitiguen el peso de lo real. Al contrario, se afana en que comprendamos que esos personajes pertenecen a un ambiente conocido, insertándolos en la más pura tradición carpetovetónica. Así, los llama Victor Cordero –»El país de las muñecas»-, Mateo y la Dolores –»Un ascenso a los infiernos»–, Eva, Jacobo, Alfredo –»El síndrome de Karenina»–, nombres extraños a la fantasía tal y como veníamos conociéndola de mano de otros autores.
Por otro lado, en su lucha contra la capa gris que recubre el día a día, el recurso palmiano más efectivo –después de lo fantástico– es el humor. Un humor ocurrente, sin cortapisas. Hablando de una tabla de planchar, dice que «enseguida perdió el equilibrio y volvió a inclinarse sobre mí, como un compadre borracho». O éste otro ejemplo, en el que, al hablar de las manos de un hombre que se dedica a la carpintería, dice que estaban «…surcadas de cortes y rasguños, como si hubiese tratado de masturbar a un gato». Se trata de chanzas que arramblan con los conceptos más sagrados, principalmente el amor o la muerte, despojando al mundo de toda solemnidad, de toda pompa, de todo dogma y confiriéndole, por ende, una suerte de gozo vital que nada ni nadie –ni las peores circunstancias que los personajes puedan atravesar– logra destruir. Es, por tanto, su discurso el de un cronista sarcástico, dispuesto a extraer el jugo a las situaciones más rocambolescas.
Los cuentos suelen depender de un personaje, cuya voz narrativa, a modo de hilo de conciencia, nos conduce a través de los hechos, casi siempre vistos a través de una primera persona o de un falso narrador omnisciente, que utiliza al protagonista para mostrarnos lo sucedido y sólo ocasionalmente –en los fuegos artificiales del final de feria– abandona su sumisa actitud y nos muestra su cara omnipotente, sorprendiéndonos con la información que hasta entonces nos había resultado vetada. Félix J. Palma, en este sentido y en muchos otros, es un tahúr de la palabra, un buhonero que instala su panoplia de personajes frente a nosotros en mitad de una calle nutrida y nos encandila con el poder de su magia, que nace de un conocimiento maestro de la técnica del cuento fantástico.
Aunque, para ser justos, este libro no ahonda demasiado en los mundos imposibles a que nos tenía acostumbrados, salvo en un par de casos –»Margabarismos» y «Las siete vidas…»–. El resto son historias que rozan lo fantástico pero no llegan a sumergirse en mundos alternativos. Palma nos obsequia con una colección de cuentos que llevan su marca de fábrica pero que no sobrepasan el límite de lo verosímil, encauzando lo inaudito por las galerías de la casualidad y del desconcierto más que vulnerando las leyes de lo posible. Y no obstante, uno sigue teniendo cierto regusto a fantasía en el paladar cuando saborea los cuentos.
Sorprende, por otra parte, la suavidad con la que trata a sus personajes, envolviéndolos en un halo de ternura que los desdibuja, jamás los maltrata o los maltrata con cariño, consciente de que uno de sus puntos fuertes es la creación de personajes entrañables –ver, como ejemplo significativo, cualquiera de ellos en este libro y en los demás, pero por poner un ejemplo el Alberto de «Bibelot»–. Su prosa es suave, sus narradores bienintencionados –aunque a veces cometan crímenes horribles–, su naturaleza es la de un soñador que decidió dedicarse a la escritura porque se le daba mejor que pintar o esculpir o dirigir películas, pero ante todo –antes que escritor, me aventuraría a afirmar– es un soñador de mundos posibles, de nuevas realidades y de nuevas formas de entender nuestra propia realidad.
A este respecto, hay una frase que me llamó fuertemente la atención durante la lectura, y que creo que sintetiza la actitud de Palma ante sus creaciones: «Desde el sexto piso, el mundo me parecía siempre un confuso hormiguero, proclive a ser examinado con el desapego de una divinidad o un francotirador.» Él es ese Dios o ese francotirador –¿por turnos, quizás?– que se encarga de crear y disparar sobre las cabezas de sus personajes. Y lo hace con una técnica exquisita. La dosificación de los datos se produce con la meticulosa sistematicidad de un mecanismo de relojería. El cuento se reduce a una raspa de pescado, a una columna vertebral de trama que es engrosada con los tendones y el músculo del estilo. Nada sobra, ningún dato es baladí y, como Chéjov afirmaba –quizás no sin cierta ironía–, en las obras de teatro si se cuelga una pistola en el primer acto –véase «Un ascenso a los infiernos»–, en el tercero será disparada.
Pero esta perfección técnica en ocasiones tiene sus grietas. En los diálogos puede pecar de cierto barroquismo que acerca peligrosamente al narrador y a los personajes. Es éste quizás su punto débil, algo que a los autores tan poderosos en sus discursos íntimos les resulta siempre difícil, una signatura pendiente que les impide desarrollar los diálogos con la conveniente fluidez y frescura.
Y a pesar de esta demostración de fuerza narrativa, Palma no es más que un funambulista del sentimiento. Los personajes son hombres y mujeres esbozados, sí, pero sintientes. Son seres emotivos que sufren y gozan con intensidad, y que por encima de todo ansían ser queridos por aquellos que les rodean. Buscan una ternura, un aprecio que les es negado o que ellos niegan para vengarse de su gris realidad, de sus grises existencias, de su falta de coraje para enfrentarse a los contratiempos y vencer sobre su propia pereza o cobardía. Y en este sentido somos todos nosotros los que nos vemos reflejados en estas crónicas fantásticas de lo cotidiano, en esos seres sin brillo que de pronto se ven mezclados en aventuras absurdas, irrisorias o abiertamente imposibles, que de algún modo restauran esa pureza, esa genialidad que todos teníamos cuando éramos niños.

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