“Pablito”, de Terenci Moix

«¡Era tan nocherniego! ¡Sentíase tan lleno de amor (cualquier forma de amor, a condición de que no estuviese exento de fuerte lujuria) hacia la noche y, con todo, tan lleno él mismo de noche! Un poco de paseo por una ciudad solitaria, lóbrega, sin árboles, de casas tan altas que se aproximaban al cielo, muy negro éste, cual un techo igualmente nocheriego, pues era como si desde dos años antes el día -digamos el imperio del sol sobre una cortina azulada- ya no hubiese vuelto a existir. La noche en el sentido, bien exacto, de un desarrollo total de la negrura. Ni un solo claro, ni siquiera el polvo de alguna estrella curiosa. La noche negra y él en paseo constante, arriba y abajo. Llamémoslo poesía de poca sociabilidad.

Como su costumbre. Le gustaba callejear, mezclarse entre los marineros yanquis vía Grecia -de paso por este puerto siempre amigos de la noche- y espiar el comercio blancoscuro con las meretrices cabecivueltas de tantas encrucijadas ramblistas. Le gustaba volver a encontrar la imagen de una noche que todavía no había vivido -ya la viviría cuando tuviese, por lo menos, dieciocho años´- pero que sí había imaginado, deseado, buscado en lo más profundo de su infancia cochambrosa. Esta noche tendría una cama en el centro de un cuartucho bien iluminado por luces infrarrojas que se encendían y apagaban según una musiquilla de Bach o tal vez de SIbelius, la cual, sabedlo, poseería un transcurrir prudente, mortecino, especie de “anda, vamos” color ceniza. Silbido de una bombilla veneciana, movediza, que también creaba, a menudo, una madreselva de sombras jorobadas. Joaquinita, Rafael, Sibila-la-Casandra, poco importaba el nombre que, de una forma u otra, pudiese tener la meretriz: si el nombre se descubría, el misterio se revelaba, convirtiéndose en un pedrusco demasiado duro de soportar y no lo bastante candente para dar placer a la mentalidad reprimida del púber. El secreto era otro. Que ella se abandonase, la cabeza colgando por fuera de la cama, el cabello completamente revuelto, los ojos cerrados, el alma ausente. Si él hubiese tenido dieciséis años, como mínimo, seguro que la hubiera hecho suya: o “poseído”, como dicen en las novedades tirando a verdes. Quiero decir corrompiendo su propia virginidad a fuerza de mandanga.

Pero no ser mayor -o no ser lo bastante mayor- significa caminar en una especie de embriaguez y observar a los marineros y desnudar a Fifí y atarla a una estaca muy gruesa y agarrar entonces unas tenazas y empezar a convertirla en una neo-san Bartolomé. Tomar nota: se coger a la víctima por la oreja -la víctima tiene que estar desnuda y bien atada- y se le aplican las tenazas con cierto miramiento. Se clavan las tenazas detrás de las orejas -no sin antes poner en el pick-up un disco de Bocherini a fin de que la gente que pase por la calle no oiga los aullidos- y acto seguido se empieza a tirar. La meretriz vuelve la cabeza de un lado para otro, sin parar, y se muerde los labios. La cosa funciona. Puede hacerse con mucha suavidad: dulce, dulce… Al arrancarla hacia abajo, la piel resbala cual bailarín que danza sobre el hielo. Sin darte cuenta, ya le has arrancado la piel hasta el cuello. Ahora, a causa de la clavícula, es preciso que ejecutes un leve saltito con las tenazas -¡no tan fuerte, bestia, que vas a romper la piel! Ahora, como si dibujaras, continúas pecho abajo. Sin embargo, el pecho es más difícil de hacer, debido a sus vueltas. Si aquí no te esmeras mucho… Así, más suave… ¡Oh!, no importa que grite…, os va bien a los dos. Las manos no podrás hacerlas, pues las tiene atadas. Bueno, no está del todo mal…, de todas maneras ya tienes una piel nueva, en forma de mujer. Otra piel. Que no se diga.

Ahora necesitarás otra, de hombre esta vez. Al hombre te lo llevas a la sala bizantina que tienes escondida en la tumba de aquel obispo de Cluny. Con la excusa del turismo ya tienes al hombre en la habitación-tumba, observando los capiteles y murmurando siglo tal e imaginería adecuada o no, o casi bordeando el gótico. No tiene tiempo de darse cuenta y le tienes bien amarrado a una de las columnas. Una vez desnudo, el sistema ha de ser el mismo: las manos no las tendrás nunca, si te ves obligado a atarlas siempre. Podrías no hacerlo, pero si no le atas no creemos que él permitiese que le arrancases la piel. Por otra parte, dos manos sin piel también te provocarían un buen chorro. El hombre ha de ser un poco atlético, a fin de conseguir lo que los helenos llamaban pathos. Le despellejaste sin que llegase a horrorizarse. Quedó, pobre turista, con los músculos goteando sangre.

Y el nocherniego, baboso y adolescente, regresó a su casa intentando por todos los medios que la abuelita Pepeta no le oyese entrar. Vivían los dos solos, y la abuela Pepeta le repetía continuamente que cuando cumpliese dieciséis años le contaría de dónde vienen los bebés. Pablito, en su habitación color de rosa, con dibujos de Alice in Wonderland en las paredes, allanó la cama y se desnudó a toda prisa. Acto seguido tendió en el suelo la piel de la mujer, hinchada ahora con los almohadones y retales, y colocó encima de ella la del hombre sacrificado en la tumba del obispo Cluny-look. ¡Lucían tan bien! Dejó la luz encendida, como cada noche, y observaba a la pareja con los ojos muy abiertos y la mano lista. El temblor solía durar toda la noche. Al día siguiente, antes de que la abuelita viniese a llamarle para ir a la escuela, se ponía el pijama, quemaba las pieles, las echaba al retrete, tiraba de la cadena y volvía a la cama.

De verdad, de verdad, ya empiezo a tener ganas de cumplir los dieciséis años».

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