Atlas descrito por el cielo

Por Antonio Ubero.

Atlas descrito por el cielo. Goran Petrovic. Editorial Sexto Piso. 245 páginas. 19 €.

En medio de tanta oscuridad anímica, con la parroquia bien aleccionada para el pesimismo y la suspicacia, cualquier inyección de gozo significa un desahogo al que hay que agarrarse como si fuera el último tablón del naufragio. Y si ese alivio lo proporciona un libro, el empeño es casi esencial por cuanto demuestra el prodigioso poder de la literatura para restañar las heridas del alma.

Goran Petrovic (Kraljevo, 1961) muestra en su ‘Atlas descrito por el cielo’ la ruta más sencilla que conduce a la alegría de vivir, con una narración tan peculiar como gratificante, de esas que se pueden consumir en un suspiro pero, sorprendido, intenté prolongar todo lo posible para disfrutarla a sorbitos, lo cual exige un esfuerzo de contención por lo adictivo de su contenido. Y al final, porque siempre hay un final, queda ese regusto placentero que impregna el recuerdo y estimula la promoción de tan feliz experiencia. Tanto que sería lamentable que esta novela pasara desapercibida entre tanta medianía veraniega.

El escritor serbio echa mano del acervo tradicional, tan bien aprovechado en la literatura del mediodía, para construir una historia vivificante en la que conviven fantasía y realidad en una simbiosis tan conseguida que el lector llega a confundir una y otra hasta el extremo de terminar dando crédito a lo ficticio como una forma de contrarrestar el influjo nocivo de lo verosímil. Y así el lector se convierte en cómplice deliberado de la imaginación del autor, compartiendo jubiloso las peripecias de una atípica familia que se propone aplicar la fórmula de la felicidad.

Un extravagante grupo de personas de peculiar cotidianeidad cimentada en una sabiduría arcana en la que la naturaleza interpreta un papel protagonista; que somete sus inquietudes a las enseñanzas de un insólito libro, la ‘Enciclopedia Serpentiana’, que contiene todas las respuestas siempre que se sepan buscar, y al escrutinio de una serie de espejos que reflejan el pasado, presente y futuro inmediatos, la verdad y la mentira de quien se refleja o, sencillamente, abren una puerta al mundo de los muertos; busca el sentido de la existencia en los sueños y cuida de sus emociones a base de amuletos elaborados con ingredientes fabulosos o con divertidos rituales para conservar la unidad del grupo fortaleciendo valores como la lealtad, la solidaridad y la tolerancia. Un auténtico país de las maravillas cuyo corolario se escribe cuando sus moradores deciden aliviar a la casa del techo con la excusa de que el azul es el color que mejor le va a éste.

Esa sorprendente obra marca el arranque de la narración, cataliza la ficción y determina los sucesos que señalan el itinerario argumental de esta magnífica novela, con los insistentes intentos de los estupefactos vecinos y políticos por devolver la uniformidad a esa casa incongruente y las mañas de sus moradores por eludir las presiones de unos y otros. El autor cuenta las vicisitudes de sus personajes en primera persona, como un miembro más de la familia aunque nunca se identifique, con un estilo tan abigarrado como ágil y una estructura compleja a primera vista, a base de capítulos cortos y en ocasiones temáticos, con notas aclaratorias que a su vez forman parte de la propia narración y recensiones añadidas al final de cada uno a propósito de determinados hechos o personajes citados en el relato principal. Elementos que Petrovic ensambla con una habilidad de orfebre para ofrecer un discurso ágil, ameno y, en no pocas ocasiones, didáctico, al contrario de lo que podría parecer. A ese horror vacui dialéctico añade un empleo inusual de recursos literarios que embellecen la narración dotándola de una armonía insólita, convirtiendo el relato en un auténtico alarde de estilo sin atisbo de esteticismo pedante, con una musicalidad casi poética en la que las emociones y los sentimientos adquieren una importancia fundamental que define el comportamiento de los personajes dotándolos de una ingenuidad entrañable, casi infantil, y una ternura que me cautivó desde sus primeros pasos.

Como apunta Manguel en el prólogo, se puede percibir el genio de Borges o Cortázar en la confección de este relato inclasificable, panteón al que añadiría también al Sánchez Ferlosio de ‘Alfanhuí’, por el desprejuiciado empleo de esas ilusiones escondidas en los pliegues de la sabiduría ancestral, alimento de ese costumbrismo mágico evocador que reanima la inocencia del conocimiento, esa que alberga a la imaginación y la fantasía tan necesarias cuando arrecia la realidad.

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