Renacimiento desde la basura

Por Francisco Balbuena.

Desde Cristóbal Colón no ha habido otro italiano más importante para la Humanidad. Tanto es así que resulta mucho más que una persona. Son dos cuerpos, Paolo Vasile y Maurizio Carlotti, que parecen un único ser espiritual. Diríamos que son semejantes al Jano bifronte del panteón clásico, o parecidos a palíndromos de belleza inquietante: “la mina de sal” por “la sed animal”; o, más ajustado en este caso, “la tele ves” por “se ve letal”.

A lo largo de las épocas, Italia ha dado grandes hijos; individuos originales, mentes brillantes, artistas eminentes, genios que han asombrado a sus coetáneos. La península en forma de bota es como ese calzado mágico que de vez en cuando en un zapateado divino regala al mundo un Vivaldi y cien castrati que embelesan a las cortes europeas, un explorador discreto llamado Amerigo Vespucio que pone su nombre a un Nuevo Mundo, un pipiolo como Marco Polo que llega hasta la corte de Kublai Khan y que a la vuelta relata sus maravillas, un arquitecto chalado como Aristotele Fioravante que se planta en Moscú y levanta en el Kremlin la Catedral de la Asunción, un analfabeto como Al Capone que coloca contra las cuerdas a todo el FBI. Y ahora, en estos tiempos tan confusos, Italia nos vuelve a deslumbrar con el tándem Vasile─Carlotti.

Vivimos en una época incierta, así es, pero ni mucho menos decadente. No importa lo que piensen las mentes conformistas o reaccionarias. Nada tenemos que envidiar a aquel primer Renacimiento que surgió de las ciudades estado en la Italia medieval y que colocó al hombre en la modernidad. Nosotros transitamos por la postmodernidad, que es un estado de suspensión del ánimo crítico pero no de la interferencia intelectual. Y aquí brillan con luz propia Paolo Vasile y Maurizio Carlotti, desde que hace varias décadas brotaron en Italia como dos nuevos portentos y vinieron a echar sus profusas raíces creativas en la televisión española. Uno lo hizo en Tele 5, y el otro en Antena 3. Aunque estos destinos son casuales, ya que dondequiera que estuviesen su influencia hubiese sido abrumadora. Uno es romano, el otro veneciano. Uno es antropólogo, el otro es empresario de vocación. Juntos pues engendran la amalgama filosofal de la que hablaban los alquimistas: de la unión del mundo clásico pero clerical y de la ciudad más oriental y mercantil habida en nuestro seno, surge el demiurgo que conforma el hombre nuevo. Como si sus actos tuviesen la capacidad de renacer de entre la basura. Igual a los célebres gurús de Panipat, que aseguran reencarnarse desde sus propios excrementos.

El medio televisivo representa esa postmodernidad de las interferencias del pensamiento en el ciudadano de estos años. Nadie mejor que Vasile─Carlotti ha sabido interpretar sus postulados y, lo que es más importante, sus consecuencias. Porque este titán siamés de la comunicación televisiva parte del principal fundamento renacentista de la bosta: levántate como Lázaro de la tumba de la oscuridad ciega, sí, pero también acuéstate con nosotros a la luz de la alta definición en las horas de las legañas. En efecto. Jano es el dios de las puertas, de los comienzos y de los finales. Así como Vasile─Carlotti son las deidades de los umbrales de las cafeterías, de los principios en el taca taca y las terminaciones ante el juzgado de familia. Ellos, ineludible y afortunadamente, nos entretienen desde el alumbramiento hasta la tumba. He aquí su potestad. ¿No es ésta toda la aspiración del hombre contemporáneo? ¿No es el deseo de nuestros semejantes pasar por la vida convencidos de que hay un más allá sin tanta impureza? Nuestros demiurgos de Tele 5 y Antena 3 lo saben perfectamente, son sus apóstoles en TDT.

Vemos que mientras aquel primer Renacimiento de hace siete, seis, cinco siglos, tuvo su Dante, describiendo los horrores más profundos del alma humana, este segundo Renacimiento de la mano de Vasile─Carlotti nos muestra a celebridades de papel cuché arrancándose unos a otros las asaduras de la mente; o a frikis corrientes, chicos de barrio, echándose en cara experiencias que rallan con la bestialidad más obscena; o a amas de casa mojigatas que ante las cámaras se revelan verduleras de presidio con ojos sanguinolentos. Advertimos que si nuestros antepasados a través de un Maquiavello aprendieron las sutilezas de la política y del arte de ostentar el poder, del pensamiento más sutil, ahora nosotros con Vasile─Carlotti nos ilustramos, por ejemplo, con la inspiración de un Buenafuente en la artería del libelo y el navajeo ideológico; con la chispa de Sardá & Sardá nos regodeamos en la reflexión de retrete y el sentimiento de la harpía; con los apotegmas del Follonero en la náusea y el vómito que atestan nuestras librerías caseras; por medio de un Gran Wyoming sabemos que la infamia sólo debe tener los límites que marca el borderline de la irracionalidad. Y, finalmente, miramos a los maestros Miguel Ángel o Leonardo, en la sublime belleza de sus obras de arte. Entonces aprendemos que en estos momentos Vasile─Carlotti los superan con creces, porque ellos, y sólo ellos, nos abren mayores y originales tendencias artísticas con macarras tatuados hasta la rabadilla, con gorditos sembrados de tachuelas de glándula a glándula, con adolescentes en la estética de Lady Gaga rescatada del dadá, con bomberos tullidos, con presidiarios desdentados, con académicos tuertos, con abuelas expertas en el sudoku de sus arrugas, con sirleros de cuatro manos, con misses ahítas de bótox, todos ellos convertidos al ideal apolíneo de un Virgilio o un Homero.

Que no se engañen los desagradecidos: los seres humanos renacemos de continuo de la podredumbre y de la hez universal porque únicamente la muerte puede saber de nosotros. ¿Alguien duda de que si por una bendición administrativa estuviese de figurante en el estudio de un programa televisivo no daría de si sus mejores cualidades de sicofante e histrión? Las daría, porque la televisión de contenedor es la tormenta perfecta para arrancar trascendencia precaria a la decrepitud. Y Paolo Vasile y Maurizio Carlotti nos sirven, irreverentes y generosos, tal redención en emisiones de veinticuatro horas de mugre vivificante. Si alguien despistado cree, no obstante, que su talento es vano y de aliento chiquilicuatre, que oiga las palabras que sobre nuestros italianos vislumbró en su día otro genio como ellos, si bien a un nivel más modesto. Orson Welles dijo: “Odio la televisión. La odio como a los cacahuetes. Pero no puedo dejar de comer cacahuetes”. Las pronunció mientras rodaba un anuncio de champán.

Francisco Balbuena

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