‘Eugenia Grandet’, de Balzac [Siruela]

«A Maria
Que su nombre, Maria, cuyo retrato es el más bello adorno de
esta obra, sea aquí como una rama de boj bendito, cogida de no
se sabe qué árbol, pero santificada desde luego por la religión y
renovada, siempre verde, por manos piadosas, para proteger la
casa.
De Balzac

Hay en ciertas ciudades de provincias casas cuya vista inspira una melancolía igual a la que provocan los claustros más sombríos, las landas más mortecinas o las ruinas más tristes2. Quizá haya a un tiempo en estas casas el silencio del claustro, la aridez de las landas y la osamenta de las ruinas: la vida y el movimiento son en ellas tan tranquilos que un forastero las creería deshabitadas si de improviso no encontrase la mirada pálida y fría de una persona inmóvil cuyo rostro cuasi monástico asoma en el alféizar de la ventana al ruido de un paso desconocido. Esos gérmenes de melancolía existen en la fisonomía de una casa de Saumur, al final de la empinada calle que lleva al castillo por la parte alta de la ciudad. Esta calle, ahora poco frecuentada, calurosa en verano, fría en invierno, oscura en algunos puntos, es notable por la sonoridad de su pavimento de piedrecillas, siempre limpio y seco, por la angostura de su tortuosa vía, por la paz de sus casas, que pertenecen a la ciudad vieja y que dominan las murallas. Hay allí moradas tres veces seculares y todavía sólidas, aunque construidas en madera, y sus diversos aspectos contribuyen a la originalidad que recomienda esta parte de Saumur a la atención de los aficionados a lo antiguo y de los artistas. Resulta difícil pasar por delante de estas casas sin admirar los enormes aguilones de extremos tallados con extrañas figuras y que coronan con un bajorrelieve negro la planta baja de la mayoría. Aquí, unas piezas de madera transversales están cubiertas de pizarras y dibujan líneas azules sobre las endebles murallas de una vivienda rematada por un tejado de madera que los años han hecho combarse, y cuyas tablillas podridas han sido alabeadas por la acción alternativa de la lluvia y del sol. Allá aparecen alféizares de ventanas gastados, ennegrecidos, cuyas delicadas esculturas apenas se ven, que aparecen demasiado ligeros para la maceta de arcilla oscura de donde brotan los claveles o los rosales de una pobre obrera. Más allá, puertas guarnecidas de enormes clavos donde el carácter de nuestros antepasados trazó jeroglíficos domésticos cuyo sentido no se encontrará jamás. Unas veces un protestante firmó en ellos su fe, otras un partidario de la Liga maldijo a Enrique IV. Algún burgués grabó ahí las insignias de su nobleza de campanas, la gloria de su regiduría olvidada. Toda la historia de Francia está ahí, completa. Al lado de la vacilante casa, hecha con tabiques de madera rellenos de cascotes donde el artesano deificó su garlopa, se alza el palacete de un gentilhombre en el que sobre la cimbra plena de la puerta de piedra aún se ven algunos vestigios de sus armas, rotas por las diversas revoluciones que desde 1789 han agitado el país. En esa calle, las plantas bajas de los comerciantes no son ni tiendas ni almacenes: los amigos de la Edad Media no encontrarían en ellas el obrador de nuestros padres en toda su ingenua sencillez. Esas salas bajas que no tienen ni escaparate, ni vitrina, ni cristalera, son profundas, oscuras, y carecen de adornos exteriores o interiores. Su puerta se divide en dos hojas macizas, toscamente herradas: la parte superior se repliega hacia dentro, y la inferior, armada de una campanilla de resorte, va y viene constantemente. El aire y la luz llegan a esa especie de húmedo antro por la parte alta de la puerta o por el espacio existente entre la bóveda, el techo y el pequeño muro a la altura del alféizar en el que se empotran sólidos tablones, que se retiran por la mañana y vuelven a ponerse y se mantienen por la noche con bandas de hierro sujetas con pernios. Ese muro sirve para exponer las mercancías del comerciante. Aquí la charlatanería no tiene curso. Según la naturaleza del comercio, las muestras consisten en dos o tres cubetas llenas de sal y de bacalao, unos cuantos fardos de lona, cordajes, latón colgado de las vigas del techo, aros para toneles a lo largo de las paredes o algunas piezas de paño en los estantes. ¿Entráis? Una muchacha limpia, rozagante de juventud, de blanca toquilla y brazos colorados, deja su labor de punto, llama a su padre o a su madre, que acude y os vende de manera flemática, complaciente o arrogante, según su carácter, lo mismo mercancía por valor de dos sous que por veinte mil francos. Veréis a un comerciante de duelas sentado a su puerta dando vueltas a sus pulgares mientras charla con un vecino; en apariencia no posee más que unas malas tablas para botellas y dos o tres paquetes de listones; pero, en el puerto, su taller, lleno, abastece a todos los toneleros del Anjou; sabe, tabla más o menos, para cuántos toneles tendrá si la cosecha es buena; un golpe de sol lo enriquece, un tiempo de lluvia lo arruina: en una sola mañana los toneles pueden valer once francos o caer hasta seis libras. En esta región, como en Turena, las vicisitudes de la atmósfera dominan la vida comercial. Vinateros, propietarios, comerciantes de madera, toneleros, posaderos, marineros, todos están al acecho de un rayo de sol; al acostarse tiemblan por temor a enterarse a la mañana siguiente de que ha helado durante la noche; temen la lluvia, el viento, la sequía, y quieren agua, calor y nubes a su gusto. Hay un duelo constante entre el cielo y los intereses terrenales. El barómetro entristece, desenoja y alegra alternativamente sus fisonomías. De un extremo a otro de esa calle, la antigua Calle Mayor de Saumur, estas palabras: «¡Vaya un tiempo de oro!», calculan de puerta en puerta. Y cada uno responde al vecino: «¡Llueven luises de oro!», sabiendo lo que un rayo de sol o una oportuna lluvia les supone. El sábado, hacia mediodía, durante la buena estación, no podríais adquirir ni un céntimo de mercancía en las tiendas de estos honrados industriales. Cada uno tiene su viña, su hacienda, y se va a pasar dos días al campo. Como allí todo está previsto, la compra, la venta y la ganancia, los comerciantes pueden emplear diez horas de las doce de que disponen en alegres partidas, observaciones, comentarios y continuos espionajes. Un ama de casa no compra una perdiz sin que los vecinos le pregunten al marido si estaba bien guisada. Una muchacha no se asoma a la ventana sin ser vista por todos los grupos de desocupados. Allí, pues, las conciencias están expuestas a la luz del día, igual que esas casas impenetrables, negras y silenciosas carecen de misterios. La vida se hace casi siempre al aire libre; cada familia se sienta a la puerta de su casa, allí come, allí cena, allí discute. No pasa nadie por la calle que no sea estudiado. Por eso, en el pasado, cuando un forastero llegaba a una ciudad de provincias se burlaban de él de puerta en puerta. De ahí las anécdotas regocijantes, de ahí el apodo de copiones dado a los habitantes de Angers,[…].»

Fragmento de Eugenia Gandet, de Honoré de Balzac, prólogo de Mario Vargas Llosa, Ediciones Siruela, colección Tiempos Clásicos, 16,95€.

Sinopsis: Dentro de esa catedral narrativa que es la Comedia humana, la novela Eugenia Grandet ocupa un lugar especial por los dos grandes caracteres que en ella crea Balzac: el de una joven que descubre por primera vez el amor y entrega como arras cuanto tiene para ayudar a su enamorado, y el de su padre, el tío Grandet, la más acabada de las encarnaciones de avaro desde la obra de ese título de Molière. El amor paternal será abolido por la avaricia de un Grandet que, en el último momento de su vida, amenaza a su hija con pedirle cuentas de la herencia cuando Eugenia llegue al otro mundo. Al lado de estos dos potentes retratos, Charles, el joven parisino criado entre el lujo y la ociosidad, sólo sirve para poner de relieve la realidad de la vida cotidiana, la potencia del amor de Eugenia y los extremos a que puede llegar la avaricia. Eugenia Grandet, aunque forma parte de la Comedia humana, es una capilla aislada de esa catedral narrativa: cerrada sobre sí misma, el acierto en el análisis de esos dos caracteres y la descripción del medio social en que se desenvuelven la han convertido en la novela más conocida de Balzac.

Puedes leer también el cuento de Balzac La cúpula de los inválidos aquí.

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