«Abluciones», de Patrick deWitt [Libros del Silencio]

«UNO

Habla de los clientes habituales. Están todos sentados en fila, como pajarracos feos y encorvados, con las miradas humedecidas en alcohol. Susurran con la copa frente a la boca y parecen regodearse en algo, nunca sabrás en qué. Algunos tienen trabajos, hijos, cónyuges, coches e hipotecas, mientras que otros viven con sus padres o bien en moteles de paso y subsisten gracias a una ayuda del gobierno; una curiosa mezcla de clases característica de las partes de Hollywood desprovistas de focos reflectores y de ilusionismo. A veces en la acera de enfrente se paran limusinas; otras noches el programa incluye coches patrulla y ambulancias y escenas de violencia callejera. El interior del bar parece un transatlántico hundido de principios de la década de 1900, todo caoba y latón, cuero de color negro y burdeos cubierto de polvo y ceniza. Es imposible saber cuántas veces el local ha cambiado de manos.

Los clientes habituales se tratan con calidez, pero por lo general van y vienen solos, y que tú sepas nunca se visitan en sus casas. Esto hace que te sientas solo y te da la impresión de que el mundo en el fondo está lleno de frialdad y de mezquindad, y te recuerda al dicho «sálvese quien pueda», que de niño te daba ganas de tumbarte y dejar que alguien «te matara».

No es que te tomes demasiado en serio la definición norteamericana de la palabra, pero supones que esa gente son alcohólicos. Tú les caes bien, o por lo menos están acostumbrados a ti, y cuando pasas por su lado alargan el brazo para tocarte como si fueras un amuleto de esos que usan los jugadores. Antes esto te resultaba asqueroso y hasta rodeabas la barra con la espalda pegada a la pared para no tener que atravesar esa red de manos rojas y carnosas, pero te has reconciliado con esa atención y se ha vuelto familiar, incluso agradable. Ahora te parece más un elogio que una intromisión, un acto de reconocimiento a lo difícil de tu tarea, y los saludas con la cabeza y sonríes mientras las manos te agarran por la cintura, frotándote y palmeándote la espalda y la barriga.

Desde tu puesto en la entrada de la barra lateral contemplas cómo se contemplan a sí mismos en el espejo de detrás de la barra. Acicalándose, picoteándose, satisfechos con sus reflejos: ¿Qué es lo que ven en sus siluetas tenebrosas? Sientes mucha curiosidad por las vidas que tenían antes de instalarse aquí. Por extraño que resulte, debían de ser clientes habituales de algún otro bar de Hollywood, pero cambiaron de sitio o bien les pidieron que cambiaran, de manera que buscaron un nuevo refugio y se acomodaron con la primera cerveza gratis o la primera palabra amable, con algún chiste malo del camarero, apenas reconocible de tantas veces que lo ha contado. Y los clientes habituales se volvieron para contar el chiste una vez más.

También te preguntas por sus vidas presentes, pero no sirve de nada hacer indagaciones: todos los clientes habituales son unos mentirosos sensacionales. Y sin embargo, quieres saber qué hay en sus existencias que alimenta esa necesidad de habitar no solamente el mismo edificio todas las noches, sino también el mismo taburete, donde se sientan para dar sorbos de la misma bebida. Y si un barman se olvida de lo que bebe siempre alguno de los clientes habituales, ese cliente se queda dolido y le aflora a los ojos un sufrimiento desconsolado. ¿Por qué? Te irrita darte cuenta de que la verdad nunca saldrá a la luz de forma espontánea, sino que te obligará a permanecer siempre atento en busca de pistas.

En la época en que empiezas a trabajar en el bar bebes Clay more, el menos caro, también conocido como whisky escocés de garrafón. Era la marca que consumías cuando no te dedicabas a esto, y ahora estás contento de haber dado por fin con un suministro interminable y gratuito. Ya llevas dos años en el bar, bebiendo Claymore en grandes cantidades, a veces solo y a menudo con ginger ale o con cola, cuando el encargado,
Simon, te pregunta por qué no bebes licores de calidad.

—Este trabajo no tiene muchas ventajas, pero yo por lo menos bebo alcohol del mejorcito —te dice.

De manera que te dedicas a probar un escocés o un whisky distinto cada noche. En el bar hay más de cuarenta y cinco marcas de escocés y de whisky, y la misión te deja bastante cansado, pero por fin encuentras ese licor de calidad del que hablaba Simon. Siendo como eres alguien que se pasa mucho tiempo rodeado de alcohol, la gente te pregunta a menudo qué bebes, y ahora ya no te encoges de hombros ni carraspeas, sino que levantas la vista y dices con firmeza:

—Bebo whisky irlandés John Jameson de primera.

Te enamoras del whisky irlandés Jameson. Antes, cuando tenías en las manos una botella de alcohol, te reconfortaba la idea de que su contenido iba a mitigar y a intensificar al mismo tiempo tu limitado panorama del mundo, pero no te importaba la botella en sí, como ahora el Jameson, no te dedicabas a reseguir con los dedos las letras en relieve ni tampoco examinabas la exquisita tipografía. Una noche estás solo en la barra del fondo, haciendo precisamente eso —tienes la botella en las manos y estás mirando embelesado las florituras que hay en la base de la etiqueta—, y el nombre John Jameson hace que te venga a la cabeza la canción infantil John Jacob Jingleheimer Schmidt. La estás tarareando para ti mismo cuando Simon, el responsable de que hayas descubierto el whisky Jameson, entra en el bar cantando en voz alta la misma canción. Te saluda con la mano, pasa de largo y se mete detrás de la barra delantera, y tú te quedas mirándolo pasmado porque no hay explicación
para una coincidencia tan enrevesada, y te da la sensación de que te acaba de visitar la más enorme de las profecías. Buena o mala, eso no lo sabes. Lo único que puedes hacer es esperar y ver qué pasa.

Ahora un grupo de borrachos que están en la parte de delante han retomado la canción y se ponen a cantarla con la voz única de un gigante fugitivo.

Habla de la mujer fantasma que ronda junto a las botellas de tequila. Igual que todos los fantasmas de gente asesinada, la mujer anda en busca de una ayuda imposible. Hay un espejo que recorre toda la barra, y mientras preparas las cosas para empezar la jornada sueles vislumbrar, o eso te parece, movimientos furtivos de luz justo encima de tu hombro y en el reflejo de tus gafas. Es algo que pasa todo el tiempo, así que nunca le prestas atención, hasta que una noche, estando solo en el bar, el fantasma te para en seco ejerciendo una presión gélida sobre tu hombro. A ti te da la sensación de que te acaban de vaciar de aire los pulmones y la boca y de que no puedes ni inspirar ni expirar, y tratas de seguir caminando, y esta vez ya no sientes la fuerza terrible, pero las botellas de tequila tintinean cuando pasas a su lado. No puedes dejar solo el bar y todavía falta más de una hora hasta que venga alguien a ayudarte, y lo que te hace falta de verdad es una buena copa de Jameson, pero no tienes valor para pasar por delante de los tequilas y llegarte hasta el surtido de whiskys. Como vuelvas a oír el tintineo, te dices, te vas a dar un cabezazo contra el borde metálico del fregadero y te vas a noquear a ti mismo, y de pronto te viene la imagen de tu cuerpo inconsciente y despatarrado sobre las esterillas de goma de detrás de la barra. El fantasma se ha materializado del todo y permanece suspendido encima de ti como si te fuera a atacar, pero tú te has quedado ahí fundido y no parece que haya nadie en casa, de manera que el fantasma, disolviéndose, regresa lánguidamente al tequila.

Tienes problemas dentales y te huele el aliento. En consecuencia, recibes pocas propinas, tienes coágulos de sangre en la boca y se te caen los dientes mientras comes cosas blandas, como por ejemplo puré de patatas y arroz. Estás hablando con la mujer del propietario del bar cuando una muela entera se sale de su sitio y aterriza encima de tu lengua. Tú haces lo que puedes para que la mujer no note nada, pero hablas raro y ella ladea la cabeza con perplejidad. Sudas y te sofocas y rezas por que no te pregunte qué te pasa, pero ya está abriendo la boca y eso es justamente lo que te pregunta. Así que te tragas la muela y extiendes las palmas de las manos para enseñarle que no estás escondiendo nada. Que eres un hombre honrado con un corazón limpio y esperanzado.

Habla del nuevo portero, Antony, que al final de su tercera noche de trabajo le siega accidentalmente el pulgar a un hombre. Antony es un experto en artes marciales mixtas, conocido por noquear al primer golpe y por su aparente incapacidad de sentir dolor. Le fastidia tener que coger estos trabajos en el bar para sobrevivir y siempre se está preguntando si sus jefes le escatiman más de lo que es habitual. A ti te resulta un tipo
intrigante y te impresionan sus prejuicios cuando él te cuenta que solamente escucha hip-hop de la Costa Oeste. Cualquier cosa que haya sido escrita o producida fuera de California ya no le interesa; no hay excepciones a esta regla. Antony te coge simpatía porque eres muy blanco y flacucho. Él es puertorriqueño y le maravilla la vida de borracho que llevas. Te pregunta si acaso solamente comes un cheeto al día y tú le dices que a veces, si estás muerto de hambre, te puedes comer dos. Le dices que estás disponible como sparring los martes y los domingos.

Las luces están encendidas y Antony está gritándole a todo el mundo que se marche del bar. Está descubriendo que la gente es capaz de hacer lo que sea para no marcharse, y que siempre tienen montones de excusas a mano, pero ahora se les están acabando y él se está poniendo de mal humor. Ya ha conseguido echar a todo el mundo y se dispone a cerrar la pesada puerta de acero cuando Simon lo llama por su nombre y él se da la vuelta. Intenta cerrar la puerta mientras habla con Simon, pero se encuentra con que está encallada, de manera que le arrea tres portazos con todo el peso de su cuerpo y por fin el pestillo se cierra y él se aleja, pero de pronto oye un aullido fuera y regresa para asomarse por la mirilla y ve al hombre al que le falta un pulgar dando vueltas sobre sí mismo y sangrando, y en ese momento Antony pisa algo, más adelante dirá que pensó que era una colilla de puro. Limpiáis el pulgar, lo ponéis en hielo y se lo dais a un amigo del hombre que lo ha perdido, que se lo lleva a toda prisa al hospital; a continuación te pones a burlarte de Antony y lo acusas de racista tremendo y obcecado con dejar sin dedos a los pobres blancos inocentes. Él levanta la vista para mirarte a los ojos y te das cuenta de que está acongojado por lo que ha hecho.

—Yo sé lo importantes que son para un hombre sus manos—dice.

Le tiemblan los hombros y los trabajadores del bar no dicen nada. Es en ese momento cuando te enamoras platónicamente de Antony.

Cuando duermes, tus sueños son como los de un idiota: sacas brillo a los ceniceros, repones las cubiteras, buscas a tientas una botella que a veces está y a veces no, o bien intercambias nombres y frases de cortesía con clientes que te suenan de vista.Estas situaciones se suceden de forma cíclica y tienen una textura idéntica a tus recuerdos de borracho. En consecuencia, no tienes más que una vaga idea de qué es lo que ha sucedido en realidad y qué es una ficción, y siempre estás sacando a colación conversaciones con gente con la que no has hablado nunca, o bien le niegas el saludo a gente con la que sí has hablado, por miedo a no haberlo hecho. Y es por eso por lo que la clientela en general no sabe qué pensar de ti: hay quien dice que eres tonto y hay quien dice que eres maleducado.

Cuenta cómo tomas pastillas en el almacén a las siete de la tarde y te sientas en un taburete de la barra a esperar a que te suban. La luz del sol traza una delgada línea de tiza por debajo de la puerta y hay dos clientes que te están mirando. Tienen las copas vacías y quieren pedir otra ronda, pero los estás poniendo incómodos ¿Por qué sonríe ese tipo?, se preguntan. El bar está en silencio y las pastillas se te congregan en las yemas de los dedos como estudiantes perezosos en un pasillo vacío».

TITULO: Abluciones: apuntes para una novela
AUTOR: Patrick deWitt
TRADUCTOR: Javier Calvo
EDITORIAL: Libros del Silencio
COLECCIÓN: Miradas
PRECIO: 16€

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