El día del juicio de Salvatore Satta

Hoy yo no tendría que estar escribiendo sobre Salvatore Satta. Nadie con un mínimo interés en la literatura tendría que acordarse de Salvatore Satta. Porque su destino natural no era contar historias, sino esperar su personal día del juicio entre las páginas de un Manual de Derecho. Un juicio glorioso, como corresponde a un catedrático de la Universidad de Roma. Porque tenía todas las cartas para formar parte de ese ejército de médicos, farmacéuticos, profesores de caligrafía o suboficiales del ejército que durante el siglo pasado atormentaron a las editoriales con perfectos manuscritos que no interesaban a nadie. Muchachos muy lectores, con mucho gusto. A saber: historias de amor en sanatorios para tuberculosos en una época, los años veinte, en la que cascar de eso estaba en el orden natural de las cosas. A menos que fueras Thomas Mann, claro. O libros de reflexiones sobre la crueldad de la guerra en una época, los cuarenta, en la que lo quedaba de Europa o de Italia se podía recoger con escobilla. De esto había escrito Satta antes de El día del Juicio. Y todo, todito, rigurosamente autobiográfico.

El día del juicio no debería haber tenido otro destino que la autoedición –póstuma, ya a finales de los setenta- en una editorial de libros de derecho. Un buen recuerdo para los nietos y después olvido, olvido, olvido. Y cajas de cartón.

Como era previsible, se trata de una novela unitaria, orgánica, donde todos los personajes tienen una biografía más o menos minuciosa y que se desarrolla en la patria chica del autor. Se trata de Nuoro, una ciudad que dicen aislada en el interior de Cerdeña. De ella, D. H. Lawrence sostuvo en sus crónicas de viaje algo así como que era un lugar en el que, a Dios gracias, no había nada y que podían pasar de largo y tomarse un descansito. Un ataque agudo de Síndrome de Stendhal.

Así que imagínate lo que te espera: principios del siglo XX, intrigas de café, maestros que se hacen revolucionarios para cumplir una venganza personal, vidas vacías, relojes con manillas que se mueven con inexorable lentitud y conflictos matrimoniales. Todo esto se ve venir ya desde la descripción de los tres barrios de la ciudad: el Corso de los burgueses; el reino de la familia Corrales, pastores aficionados al bandidaje y las chozas de los campesinos. Una estratificación social que recuerda a la Plassans de Zola o a la Vetusta de Clarín.

Tan similares ellas dos.

Y, además, el protagonista en un notario.

El libro de uno que ha leído de chaval y por placer la novela realista y ha aprendido la lección al dedillo. Lo siento, pero no me creo eso de que de la prosa de Satta se encuentre en los libros de Derecho. Como nunca he conseguido sacar el Garrigues de las novelas de Delibes. Ni con ventilador.

Sin embargo, este libro de sale de la cuerda. De todas las cuerdas. No es mediocre. Tampoco tiene que ver con el Balzac que habla de nativos en taparrabos que van de liana en liana por improbables junglas en los montes de la Barbagia. Ni con las desafortunadas novelizaciones de esas fiestas de coca y caspa a partes iguales con que nos atormentan todos los veranos. Sin olvidarnos de la apología vacua del pan sin levadura, la vida pastoril y el romántico bandidismo.

Aquí no hay sitio para el costumbrismo o la etnología barata.

Esta novela es diferente.

Es mejor. Como Padre patrón de Gavino Ledda. ¿Queda alguna traducción en las librerías? Como Il figlio di Bakunin de Sergio Atzeni.

Porque te habla de hermanos que se quedan horas en silencio delante del fuego sin mover un músculo. Y por eso son odiados. Porque te hace pensar que Dios ha creado el mundo a golpes de hacha.

La clave está en la poética que el autor va desarrollando a lo largo de la trama. Cerdeña es una isla de demoníaca tristeza y Nuoro es una ciudad que no tendría que existir, un lugar que pilla muy cerquita de Comala o Macondo. El único punto de encuentro es el cementerio. Y son los muertos, el notario D. Sebastiano Sanna Carboni y su mujer Vincenza, su prima Gonaria, don Ricciotti, ziu Poddanzu, los desocupados del Corso y del café Tettamanzi los que convocan al autor para que cuente sus vidas. Y lo atormentan.

Por eso, en este libro es más necesario que nunca que los personajes tengan una biografía. Aquí la gente no puede entrar o salir de la historia a voluntad, como pasa en estos tiempos tan modernos. Están siendo juzgados. Tenemos que escuchar sus testimonios, sus existencias. Es el único modo de que las pierdan y sean libres. La literatura es su única salvación. Esa es la razón por la que se cuenta una historia y por que se sufre contándola. Poco a poco, nos vamos dando cuenta de que todos están solos delante de su juez y que este juez –el autor- se siente una especie de dios ridículo, que sabe que nadie leerá sus sentencias. Que espera tener la suficiente lucidez de destruir (sus escritos) antes de morir. No se equivoca Steiner cuando define El día del juicio como una gran novela sobre la soledad. Por algo, uno de los momentos más celebrados del libro es la llegada de la luz eléctrica. La ciudad como una barca iluminada dentro de la oscuridad. De esa oscuridad que se narra con los ojos bien abiertos y los labios apretados. Y la nostalgia por las viejas lámparas.

Sin embargo, mientras el mundo gira alrededor del cementerio de Nuoro descubrimos que hay más. En realidad, Satta no sentencia a nada a Gonaria cuando, al abrir la habitación de su hermano sacerdote, muerto años atrás, constata objetivamente que Dios también ha muerto. Ni al campesino que crucifica a un perro para evitar que un temporal asole una parcela. No.

Cuando llega la Gran Guerra, en Nuoro, esta sirve para que  los sardos descubran Italia aunque no descubran a los hombres. Nada más. Satta no se desespera cuando Peppino, uno de los hijos de Don Sebastiano vuelve a casa del frente sin haber combatido. Y moribundo. No juzga como esperamos, aunque esta muerte sea el reverso necesario de los textos triunfalistas de Emilio Lussu sobre aquella Brigada Sassari, compuesta sólo por soldados sardos, que sirvió, según él, para crear una identidad solidaria en la Isla. Porque aquí la condena es simplemente contar una historia. Contarla como si estuviéramos en el día del juicio final.

Y es terrible. Porque, en realidad, Satta necesita contar esas vidas para escapar de sí mismo. Para dejar de existir él también. Ya dice que la primera condición para una buena muerte es el olvido. ¿No es ese acaso el secreto de toda buena literatura? Escribir, aunque el gran deseo sea desaparecer. No durar. No tener la mínima posibilidad de ser eterno. Saber que uno no hace lo justo cuando escribe, que la verdadera salvación es el silencio.

Y seguir escribiendo. A pesar de todo. Aunque no queden jueces para el que cuenta.

Recordarán a Satta. No hay olvido. No le salió bien la jugada. Sí la novela.

One thought on “El día del juicio de Salvatore Satta

  • el 1 diciembre, 2010 a las 7:19 am
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    El que escribió esto ¿de verdad ha leído los libros de derecho de Satta? No lo creo.

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