Vómito rosa sobre barras y estrellas

Por María Solís

Valerie Solanas es peligrosa. Sí, ya sé que está muerta, pero escribir o publicar una novela sobre ella no deja de ser un riesgo. Su vida contiene material perfecto para el morbo y, si no, atentos: al abandono paterno y al frustrado suicido materno, hay que sumarle sus coqueteos con las drogas, la prostitución y el intento de asesinato de Andy Warhol. Además, por si fuera poco, es la creadora del manifiesto SCUM o Sociedad para la Destrucción del Género Masculino, en el que podemos leer que “El macho es un accidente biológico: el gen Y es un gen X incompleto; La masculinidad es una enfermedad de carencias…”

En definitiva, todo esto puede conducir a que se acumulen rencores contra ella —a lo mejor alguien también la odia por tratar de matar a Andy Warhol, pero ahí ya cada cual— y puede provocar que la novela Escuela de sueños (451 Editores) sea leída por motivos equivocados, con la consiguiente decepción, o repudiada por las hordas armadas con rastrillos y estacas con fuego. Por ello, conviene dejar claro, como la autora en el prólogo, que Escuela de sueños es ficción. La Valerie Solanas de Sara Stridgsberg es ficción y la novela no trata de datos. Si los buscan —por motivos honorablemente culturales o porque les haga falta una buena guerra de sexos— no pierdan su tiempo, tecleen «Valerie Solanas» o «SCUM» en Google y déjense llevar.

¿De qué se trata, entonces? De que Emily Dickinson no da una. “La esperanza nunca fue una cosa con plumas”, afirma el epígrafe que abre la novela. La cosa con plumas tampoco resulta ser el sobrino de Woody Allen, así que nadie debe relajar su preciosa mandíbula y prepararla para la carcajada continua, por muy lúcida que sea. La esperanza irónicamente colegial del título —“todos los deseos eran realistas e infantiles”— se acerca más al bribón embustero de Beckett que a cualquier optimismo plumífero, por no decir palmípedo. Humor hay, pero viene acompañado de sus contrarios y cuando uno se lo encuentra hay que tener bien sujetos —que Valerie me perdone— los machos: “La risa sustituye al llanto del mismo modo que la palabra sustituye al grito”.

Sara Stridsberg echa mano del socorrido y reciclado sueño americano para retratar esa  cartilla de ilusiones, reinventa la “población subacuática americana” sin que repita por manida y hace lo mismo con el huido color rosa, omnipresente y completamente alejado de la ñoñería: “El cielo que se extiende sobre Vendor es rosa como un somnífero o como vómito rancio”. Y así sigue. Es la América de las niñas permisivamente violadas de Joyce Carol Oates, pero contada con talento poético y un territorio simbólico apabullante.

Nadie dice, sin embargo, que la esperanza pelona no sea necesaria: “cuando estoy mojada, soy maravillosa; cuando estoy seca, no soy más que un ama de casa aburrida”, sobre todo teniendo en cuenta el principio: “(…) nacer es como que te secuestren para luego venderte como esclavo”. A lo mejor hay que buscar asistencia externa: “Hay posibilidad de ayuda, Valerie. Hay comprimidos blancos” u otro tipo de reacción: “Rendirse no es la respuesta. Cagarse en todo sí”. Y así podría seguirse y volver sobre el texto y sacar conclusiones y rechazarlas e insertar pelambre y desplumar al ave una y mil veces en este patio de colegio de pajarracos, porque eso es lo que nos cuentan.

Finalmente, Valerie morirá en un hotel donde siguen viviendo drogadictos y prostitutas moribundos décadas después. Enfrente queda un cartel publicitario con una “sencilla exhortación de un color amarillo intenso: STAY”. Lo de siempre en la literatura con mayúsculas: ninguna respuesta y sí una gran pregunta.

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