Crisis española y Maquiavelo: la degeneración de lo político

Napoleón cruzando los Alpes (1801) - J.-L. David

Por Carlos Javier González Serrano.

En 1520 Maquiavelo escribía el Discurso sobre los asuntos de Florencia después de la muerte de Lorenzo de Médicis el Joven. El texto corresponde a un memorándum sobre la inestabilidad política de la ciudad italiana, que ha vivido continuos trastrueques de gobierno desde el siglo XV. Para intentar explicar estos desórdenes, Maquiavelo es elegido como antiguo diplomático internacional: su reflexión, pues, gira en torno a un objeto político preciso. Nuestro pensador llega a conclusiones muy interesantes por lo que toca a nuestra actualidad: la inestabilidad florentina no es resultado de malas intenciones de sus gobernantes. Cualquier sistema puede funcionar, afirma Maquiavelo, siempre que se ajuste a las condiciones del tiempo y posea una coherencia determinativa interna. Florencia no poseyó nunca un Estado en sentido propio, sino una mixtura de administraciones que dejaban su eficacia al amparo de la calidad de sus gobernantes. ¿Les suena? Sin embargo, el gobierno no puede depender de la buena voluntad de aquéllos…

Maquiavelo explica en el Discurso mencionado que en Florencia existen ciertos sectores que se han hecho con el poder, pero ninguno tan fuerte como para constituir su monopolio. Se da, en paralelo –y esto me parece capital para entender nuestra crisis actual-, una indistinción fatal entre lo público y lo privado; en el texto leemos: «existía, además, en aquel Estado otro desgobierno de no menor entidad, como era el que las personas particulares formaran parte del consejo de los asuntos públicos, lo que mantenía la reputación de los particulares minando la de los hombres públicos, la autoridad y la fama de los magistrados, cosa que va en contra de todo ordenamiento civil». Miren si la relación entre Estado y sector empresarial no está ya aquí contemplada.

Pero es que Maquiavelo cobra consciencia de un asunto aún más grave; el texto anterior prosigue de esta manera: «a estos desórdenes se sumaba otro más que comprometía a todo el resto: que el pueblo carecía de representación allí dentro». Dos aspectos para fijar nuestra atención: “el pueblo” y “allí dentro”. El problema fundamental que Maquiavelo detecta es que los regímenes anteriores (todos imperfectos) han sido reformados no para satisfacer al bien común, sino para asegurar y mantener en el poder a alguna facción en particular. Ahora bien, tal situación sólo crea la división de la sociedad y, a la vez, siempre se dará el hecho de que alguna de aquellas facciones perviva descontenta. Descontenta de sí y del régimen de gobierno imperante. Así, lo público no es más que una continuación de lo privado.

Sobradamente conocidas son algunas de las tesis maquiavelianas: la debilidad es el mayor riesgo en política, que acaba siempre por derivar en conflictos civiles. Donde no existe el temor hacia el Estado, los hombres albergan la tentación de aniquilar a los otros, a los que no son como ellos, sus semejantes. Maquiavelo denunciaba que el gobierno de los Médici era casi doméstico, familiar; vean si no encuentran alguna similitud con las distintas aristocracias que ahora merodean cerca del poder político en España: no me refiero a la duquesa de Alba, ni siquiera a Francisco Rivera ni a Iñaqui Urdangarín, que merecerían capítulo aparte, sino al sector empresarial. Nos hallamos ante el peligroso dualismo –cada vez más monismo- de la política y el poder: sabemos muy bien que, por ejemplo, en nuestro país el poder económico, esto es, las empresas, sólo financian generosamente a aquellos partidos políticos que defiendan sus intereses.

Sin entrar ahora a considerarlos, Maquiavelo distingue seis modelos políticos: tres pésimos y tres buenos. A los tres primeros se contraponen tres óptimos… internamente corruptibles. Existe una única dinámica básica. Lo importante es que se mantenga la tensión entre unidad y corrupción. Los buenos son tan fáciles de corromper que pueden convertirse en cualquier momento en regímenes perniciosos, lo que ha servido para tildar el pensamiento de Maquiavelo como un pesimismo antropológico radical, donde lo básico se sitúa en la dinámica conflicto-descomposición. La clave, precisamente, se halla en el movimiento de esta descomposición. La destrucción de un modelo está ya, vive en la misma estructura de tal modelo: su corruptibilidad es una potencia muy real. Miren, también, si no les suena esto a todo aquello que prometía ZP hace unos años (políticas sociales, no reducción de las pensiones, pleno empleo, aumento de becas para estudiantes, etc., etc.), y en lo que ese mismo socialismo de diván que propugnaba, miren, digo, en qué se ha convertido. Cualquiera que sea el modelo, lleva en su seno la posibilidad de su propia corrupción… Ésta es condición de la existencia: virtud y vicio son extremos que se tocan.

Además, reparemos en las perlas que Ratzinger dejaba en el avión justo antes de tocar suelo español en su visita a Santiago y Barcelona: aquello del proceso de secularización que vive nuestro país. Me parece que tiene mucha razón… mas no en el sentido en el que el Papa hacía tales declaraciones. Para Maquiavelo hay algo que es anterior a las leyes, una suerte de primer plano trascendente, una red de mitos (por ejemplo, la identificación de los romanos con sus dioses); este dispositivo posee una función de estabilidad. Su verdad o falsedad no importan. Rómulo y Numa no fueron los primeros reyes de Roma, sino que responden a arquetipos, lo que les dota de una cobertura simbólica. Hacer que las leyes reposen en otra instancia que no sean mera convención, tal es lo que explica Maquiavelo. Quizá sea una manera de interpretar la fuerza y convicción con las que distintos grupos terroristas acometen sus atroces acciones: se hallan internamente legitimados por una causa superior, no humana, por así decir –o acaso demasiado humana, pero siempre tocando un límite, “subliminando”, haciendo del fin algo sublime, desbordante… Este elemento se ha perdido en la sociedad española: no creemos en nada, ni en nosotros mismos –y no hace falta que venga el Papa a decirlo… ¿o sí?

La distancia entre la realidad efectiva (lo que es de hecho) y la representación o imagen (el mundo del deseo, lo que ansiamos) es enorme; es incluso tan grande que los límites entre lo que es y lo que querríamos que fuera acaba por desdibujarse, confundiéndose lo uno con lo otro. Pero Maquiavelo nos previene –como hablando a los dirigentes actuales desde aquellos tiempos del siglo XVI- del peligro de dejar de lado lo que hay en función de lo que debería haber; el que se encamina hacia esto segundo se acerca más a su ruina que a su perseverancia. Sólo hay un arte del mantenimiento o de la estabilización política, afirma Maquiavelo: conocer las fuerzas antagonistas, aquellas que amenazan con llevarse por delante al Estado. Sabemos que en España estas “fuerzas” (crisis económica, déficit, deuda pública, creciente paro, etc.) fueron silenciadas por el gobierno durante largo tiempo… ¿y así sigue ocurriendo?

En fin. El destino conduce a quienes lo aceptan y arrastra a quienes lo rechazan…

3 thoughts on “Crisis española y Maquiavelo: la degeneración de lo político

  • el 1 diciembre, 2010 a las 10:10 pm
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    Cierto: ducunt volentem fata, nolentem trahunt. Lo que no me cuadra es eso de que hay que fundamentar la política en una instancia superior, de que «no creemos en nada». ¿Cuál ha de ser esa instancia superior? ¿En qué hemos de creer? ¿En el espíritu del pueblo? ¿En la fuerza de la raza? ¿En el paraíso prometido de Alá? A mi entender, para la acción política, basta con creer en los ideales de la primera Revolución, resumidos en aquello de «libertad, igualdad, fraternidad». Y dedicarnos a la simple administración de las cosas. Lo demás es poesía. Y está demostrado que la poesía es fatal, letal, para la política (véase José Antonio y su «montar guardia bajo los luceros»… y tantos otros).

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  • el 1 diciembre, 2010 a las 11:10 pm
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    Gracias por tu comentario, te agradezco la atenta lectura.
    Con el elemento de «creencia» al que aludes sólo quería hacer referencia, implícitamente, al «Discurso fúnebre de Pericles» (presentado por Tucídides en «Guerra del Peloponeso» [II, 40 y 43]), y al concepto de «lo común» que en cierta manera comparten H. Arendt y Aristóteles.
    Para Pericles, la polis nos aporta una esperanza muy particular: aquella que permite creer que las acciones buenas, las que han aportado algo positivo al espacio público, perviven, lo que dota a los hombres de una memoria común disponible a la hora de hablar y actuar. Este requisito de «participar en lo común» se ha perdido; para los griegos, incluso para H. Arendt, para no irnos tan lejos, no basta el mero convivir para la fundación de la ciudad, sino que precisa de cierta organización.
    No me alargo, y cito a Tucídides en la obra y parte mencionada: «Cada cual se ocupa al mismo tiempo de los asuntos públicos y privados, y los que se vuelcan en sus asuntos están suficientemente al corriente de los asuntos públicos. Pues somos los únicos que no consideramos inactivo a quien no participa de estos asuntos, sino inútil». Esta dimensión es la que, advierto, se ha perdido: la remitencia constante a lo común.
    Saludos cordiales, y gracias de nuevo.

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