Antonio Priante (I)

ANTONIO PRIANTE, por Augustbecker.

Os presento a Antonio Priante. Es un escritor de cierta edad, poco conocido y sin embargo muy apreciado por quienes conocen su obra. Casi me atrevería a decir que es un autor de culto, pero de momento no lo digo: esas cosas, como tantas otras, las ha de decidir el tiempo. Hace muchos años que me honro con su amistad. De hecho, nuestras vidas corren paralelas, él en su actividad, yo en la mía. Pero no es de su amistad de lo que quiero tratar, sino de su obra.
Su obra puede dividirse en dos grupos distintos: la publicada y la no publicada. La diferencia entre ambas hay que buscarla en las razones de quienes tienen los medios de editar libros, aunque algunas veces también en los juicios – o prejuicios – del mismo autor, que tiene por de poca valía producciones que, en mi opinión, no desmerecen de la mayoría de lo que hoy se publica. Pero, dado que en el mundo de la literatura lo no publicado no existe, no me ocuparé ahora de esta parte de su producción, sino de la que ha alcanzado la forma de libro, por lo general tras penoso proceso de transfiguración.

Lesbia mía apareció en 1992, publicada por la editorial Seix Barral. Es una novela que podría calificarse de histórica, si no fuese porque no contiene ninguno de los rasgos más adocenados del género. Siguiendo el procedimiento que, de una u otra manera, ha utilizado en toda su obra publicada, Priante se apodera del personaje (en este caso, el poeta romano Catulo) para, desde él, hablarnos y conmovernos. La estructura es curiosa: una sucesión de cartas que se escriben cuatro amigos (Catulo, Calvo, Cinna y Manlio, los tres primeros también poetas), se alternan con unos diálogos al modo teatral, principalmente entre Catulo y Lesbia. En sus páginas se recrea la pasión de Catulo por la mujer a la que llamó Lesbia, en el marco de la sociedad romana de la primera mitad del siglo I a.C., lo que hace inevitable la aparición de personajes como Cicerón y César, entre otros, quienes, por cierto, no obstante la brevedad de sus apariciones, se nos manifiestan tan vivos como el mismo Catulo. La obra cosechó críticas excelentes; todavía hoy suele recomendarse su lectura en los estudios de humanidades (filología clásica, historia antigua). Se agotó a los pocos años. Seix Barral no quiso reeditarla.

La encina de Mario apareció en 1996, publicada por la editorial Ediciones Clásicas. Con un procedimiento distinto del utilizado en Lesbia mía, también aquí Priante nos pone en la piel del personaje, en esta ocasión llamado Marco Tulio Cicerón. Con él sufrimos la angustia de vernos perseguidos, acosados, por los sicarios de Marco Antonio, al tiempo que rememoramos, en cartas que va escribiendo al hijo, una existencia plenamente vivida aunque llena de contradicciones. Y es que el hombre se nos revela como alguien que, débil e indeciso por naturaleza, se obstina en ostentar la máscara de una fortaleza heroica; alguien que oscila continuamente entre la cobardía y la heroicidad, entre la acción y la meditación, entre el idealismo más radical y la componenda más vergonzosa; alguien que, a pesar de sus cíclicas claudicaciones, se considera siempre un acérrimo defensor de la libertad pública; alguien que, siendo un gran teórico de la política, acaba devorado por la política real, cuya evolución apunta a tiempos que él no puede entender. Esta obra había merecido la Ayuda a la Creación Literaria 1993 del Ministerio de Cultura. Y sin embargo su edición fue muy desgraciada. Aún se puede encontrar por internet.

Dejo para una próxima ocasión tratar del resto de la obra publicada de Antonio Priante: dos novelas tan sentidas y logradas que no pueden dejar indiferente a nadie: El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer y El Corzo herido de muerte (Mariano José de Larra).

Y para acabar, quiero reproducir las palabras de un crítico que tratan de definir el fenómeno Priante, al tiempo que agudamente aventuran lo que puede haber tras él:
«Es evidente que un escritor que se ha impostado en Cicerón, en Catulo, en Schopenhauer y hace poco en Larra (El corzo herido de muerte) ha asumido un rango «egipcio» de vivificador de escritores muertos. Y es de conjeturar que lo asume por una razón muy personal, que bien podría ser ésta: habría en ellos rasgos y circunstancias parecidas a las de él. Así, lo pasional de Catulo, lo estoico de Cicerón, lo incomprendido de Schopenhauer, serían facetas del propio Antonio Priante. Lo viene efectuando con elegancia sobria, sin autoostentación… Podríamos llamarlo «efecto Priante», incluso «priantismo», y aguardar a que lo continúe desarrollando, con una brillantez acendrada».
( Luis Vargas Saavedra, El Mercurio, Santiago de Chile, 26 de agosto de 2007 )

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