Artistas para un pie de página

Por Alfredo Llopico

Me llamo Charles Saatchi y soy un ArtehólicoPahidon Press, 2010

ISBN: 978-0-7148-5916-3

Pp 176, 55 ilustraciones en b/n, Rústica

PVP: 9.95 €

Es motivo de profunda controversia en las comidas familiares qué es o no arte, qué es o no susceptible de ser exhibido en medio de una plaza pública para disfrute de unos o castigo de otros. La suerte es que en mi batalla desigual siento que mis fieles aliados en esta particular causa se encuentran entre las filas del sector más joven de los comensales. Por eso, en la última comida de Navidad, y cómo no podía ser de otra forma más acertada, me regalaron un libro en forma de larguísima entrevista a Charles Saatchi, considerado uno de los principales impulsores de la modernidad. Tras fundar en 1970 Saatchi & Saatchi, que se convertiría en la mayor agencia de publicidad del mundo, empezó a coleccionar arte hasta llegar a convertirse en el coleccionista más influyente de nuestro tiempo, modelando vigorosamente la escena del arte contemporáneo. De hecho su nueva Galería situada en King’s Road de Londres es uno de los mayores escaparates del panorama artístico de hoy en día.

Si, como afirma Saatchi, arte es todo lo que un artista decide que lo es, el dilema será saber quién o qué hace que alguien pueda ser considerado artista. Y aunque es cierto que por mucho que ciertos artistas que inicialmente reciben grandes elogios acaban por desaparecer sin más poco tiempo después, también lo es el hecho de que los manuales de arte de dentro de un siglo serán tan despiadados a la hora de editar el arte del principio del siglo XXI como lo son con casi el resto de los siglos y como mucho algunos de estos artistas que ahora consideramos iconos encumbrados como para ser merecedores de absolutamente todos los encargos llegarán a ser, con suerte, una simple nota a pie de página en los manuales de historia del arte –local-, lo cual no deja de ser un consuelo. Un consuelo a largo plazo del que no podremos disfrutar, pero un consuelo al fin.

Es cierto que podríamos ir a algunos de los templos de la cultura, del arte y la modernidad de nuestras ciudades para conocer o descubrir a los que realmente pueden ser considerados creadores de arte. Pero no deja de ser menos verdad que algunos de estos lugares se conforman con repetir sistemáticamente su “día de la marmota” satisfaciendo las expectativas de su particular grupo de feligreses cortados todos y sin excepción por el mismo patrón. ¿Quién no se ha sentido deprimido al entrar en uno de estos lugares que más que recibirnos con sus brazos abiertos nos disuaden de ir a ver sus exposiciones carentes de emoción y alma, en las que no encontramos el interés porque lucen su profunda impenetrabilidad como una insignia de honor, arruinando todos los esfuerzos encaminados a animar a que más ciudadanos sean sensibles al nuevo arte?

También afirma Saatchi que cuanto más te gusta el arte, más arte te gusta. Pero, en general el talento escasea tanto que es más fácil que la mediocridad se confunda con la genialidad que lograr que el genio no pase desapercibido. Obvio. Los ejemplos a nuestro alrededor son de una evidencia avasalladora que resulta ya empalagosa.

Por eso nunca mejor que la Navidad, lo más parecido que hay hoy en día de las bacanales, para recordarlo. Quizá sea que ya he visto demasiados ninots de falla no fungibles que aunque al principio me hacían gracia ahora ya no palpitan con el esplendor etéreo que para mí nunca tuvieron. O igual es que nunca he entendido el milagro creativo que supuestamente albergan.

El arte sirve para evitar que nuestros globos oculares se derritan por culpa de toda la basura que vemos alegremente el resto del tiempo. ¿Y si resulta que lo que me pasa es que tengo cataratas?

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