Una lucecita de neón bajo el enorme aguacero

Por Alberto Masa.

Una noche, en mi habitación, descubrí que yo no tenía mente, y eso a pesar de que me habían bajado la medicación, lo que me provocaba la suficiente subida de ánimo como para amenazar a los trastornados artistas que pululaban por los pastillos del frenopático. Y debido a que comenzaba a recordar, recordaba haberla tenido. Tenía una imagen de ella como de avispa, una que se posaba sin interrupción en los bordes de esa piscina que era toda mi cabeza, ya caricaturizada y a saber si para siempre.

Me di cuenta leyendo.

Los libros que tenía en la habitación eran Pulp de Bukowski, entonces flamante nuevo Anagrama, y la utopía Un mundo feliz. Apenas me servía el primero de ellos, del que recuerdo subrayar las palabrotas dirigidas hacia aquello de lo que yo formaba parte como ciudadano y que, desde que el mundo era mundo, siempre me habían hecho bastante gracia. Yo nunca había entendido que existiesen lugares donde se declamasen cosas como poemas y eso, salvo a las personas invidentes. Despojado de mi capacidad para la asimilación y sentado ante una mesilla, aprendía que los recitales, toda esa basura que hacía de la letra un espectáculo (en las voces, además, de niños de 40 años con pinta de neoyorquinos en los tugurios de los que ya había oído hablar) eran ahora mi sitio, el sitio único donde yo podría recuperar la letra, precisamente en las voces de los subnormales. Y se debía a que yo había perdido mi voz. Tanto era así que no había rastro de ella en ninguna señora de la limpieza, por ejemplo. Sólo me escuchaban los putones, claro, que no querían mi voz para nada.

Yo, en mi tontería, me sentía bien en ese estar sin mi voz que, al menos, me ofrecía un tipo de existencia, por muy zoológica que resultara. Unos años después de mi salida del frenopático, una mujer alucinada me llamó por teléfono y comenzó a declamar los versos que -me dijo- yo le había escrito. Al principio creí que se trataba de una broma pesada, pero luego la mujer me dijo que mis escritos del hospital le habían servido para conservar las fuerzas. De la vida de aquel día, yo recordaría a aquella mujer, y recordaría también el aula donde hacíamos esa terapia. Como yo no encontraba mi voz -luego entendí que debido a la medicación-, mis trabajos para el aula no eran graciosos, incluidos, aparte de los escritos, mis dibujos; los regalaba a quien pasase por allí, acabando muchos en esta mujer que, una vez en el comedor, dijo vivir para alimentar su idea de suicidio. Cuando colgué, entendí que el amor era así, una cosa muy rara. Yo no sabía los animales que me follaría a continuación.

Sólo quería dos cosas: un garito y beber para demostrarme a mí mismo que yo también era, como los artistas, decapitable. Era el borracho del pueblo, el que siempre estaba rebuznando en el bar y gastándose su herencia mientras voceaba solo en una barra; al que se acercaban los niños para llevarse ese poco de locura que percibían en él con el fin de alimentar sus sueños. Porque los sueños siempre han estado más llenos de esa consistencia. Pensé entonces que era eso a lo que yo estaba destinado, y volví a pensarlo años más tarde, cuando vi las caras de la literatura española. La putada es que, junto con la voz, también se recupera el juicio.

Mi espectáculo era lo que entonces podía yo entender como arte, por ejemplo una mujer, ya fuese la putilla del día anterior o mi atracción hacia la filosofía. Representaba al amor primero y  resumía la pérdida de todas las batallas que un eunuco asociaría al corazón. La moral era lo contrario, claro, y caminaba al lado de la vida; porque yo nunca dejé de ver a mi abuela. Era la parte del bien que debiera ligar al respeto, en constante lucha con la rebeldía de la dualidad. San Agustín, que se adelantó en diez siglos a esos brutos de los romanos, ya lo vio con claridad: id hacia la unidad, avanzad desde lo dual, el primer trasnoche de la vida, al misterio eterno donde crece la esencia o bondad de las cosas. La letra, hecha de voz y de juicio (porque leer es una manera privilegiada de crear), era inútil en la voz del otro. Yo, que no tengo mundo interior, echo de menos recuperar mi camisa de fuerza, ya lo he dicho. En los tugurios de antes sólo veo distintas formas de Lou Reeds hablándole a la ciudad, que siempre es una lucecita de neón bajo el enorme aguacero. Del alma, esa experiencia psicológica, me pregunto si acaso se haya manifestado en alguna ocasión en estas voces de niños aburridos. Yo la veo en una pequeña placa de mármol, en Roma, muy cerca de donde yacen Keats y Shelley, donde se lee, por ejemplo: “Juan Rodolfo Wilcock, 1919-1978, poeta.”

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