Paciencia (o elogio de una novela)

Por Coradino Vega.

Puede que sea cierto lo que muchos repiten con frecuencia, que la Novela ha muerto, pero sólo hasta que surge una que desmiente desde su realización tan derrotista sentencia. Vivimos tiempos en los que parece que importa más la permeabilidad de este género, maleable de por sí, y su oportunista delimitación, que la vieja entrega a una duración, unos personajes y una representación desmentida por la filosofía posmoderna: aprendida la decepción, leemos más para ver lo bien (o mal) escrita que está una novela que para abandonarnos y compartir con ella unas vivencias. Eso puede generar cierto malestar resabiado. Pero afortunadamente, y aunque más bien sea de tarde en tarde, aparece un mazacote triturador que proporciona desde el propio síntoma su más certero diagnóstico. Quizás un claro exponente de este efecto sintético de acción-reacción sea Jonathan Franzen, con Las correcciones primero, y ahora con Freedom.

Publicada en 2001 en Estados Unidos, dos semanas antes de que cayeran las Torres Gemelas, The corrections no sólo consiguió el National Book Award, sino también la venta de casi tres millones de ejemplares. En España la editó Seix Barral al año siguiente y desconozco si superó la primera edición, pero si no llega a ser por mi amigo David Casas, me hubiera sido imposible hallar un ejemplar para leer estas vacaciones. ¿Dónde reside el secreto de aunar de forma tan abrumadora crítica y público? ¿Y por qué la novela más emblemática ―mientras llega la traducción de la requetepublicitada Freedom― de un escritor considerado por el New Yorker como «uno de los veinte autores capitales del siglo XXI» ha pasado relativamente desapercibida en España y, en la actualidad, se encuentra agotada?

1. Las afinidades electivas. Jonathan Franzen y David Foster Wallace eran amigos, buenos amigos. Además les unía la ambición de convertirse en el nuevo gran novelista americano. Ambos tenían un alto nivel de conciencia de los derroteros hacia los que se deslizaba la literatura. Las dos primeras novelas de Franzen, Ciudad veintisiete y Movimiento fuerte, coincidían en su voluntad de experimentación con las propuestas del autor de La niña del pelo raro. Sin embargo, desde la salida al mercado de Movimiento fuerte hasta la aparición de Las correcciones, transcurrieron para Franzen nueve años, un divorcio, la muerte de sus padres, una depresión y la publicación de la gran novela de su amigo, La broma infinita, destinada a marcar el nuevo signo de los tiempos. Dicen que algo cambió en el interior de Franzen. Porque en lugar de avanzar en la distorsión focalizadora y las posibilidades textuales al modo de DFW, cuando volvió a ver la luz, pareció de repente emprender un camino distinto. Narrada en una tercera persona clásica, las peripecias de la familia Lambert son contadas con la fluctuación del punto de vista de las grandes novelas rusas del siglo XIX. A diferencia de Foster Wallace, que había rebatido en sus ensayos con increíble lucidez el falocentrismo de generaciones precedentes como la JASP encarnada en Updike o la judía de Norman Mailer (véase, en la traducción española, Hablemos de langostas), la nueva novela de Franzen conciliaba la sagacidad posmodernista con una sintaxis infinitamente más comunicativa, en la que resonaban los ecos paranoico-apocalípticos de DeLillo, las escenas familiares a lo Philip Roth y la conmovedora humanidad de los personajes de I.B. Singer, sin renunciar por ello a un estilo propio y atinadamente contemporáneo. Si DFW había elegido la senda de no mirar atrás, Franzen se descolgó con unas declaraciones en las que se preguntaba: «¿Por qué demonios no se va a poder escribir hoy día como Tolstoi?». Siguieron siendo amigos, Foster Wallace y Jonathan Franzen, pero también se convirtieron en rivales. Cuando aquél se suicidó, éste manifestó que se había quedado con la extraña sensación de que tenía que seguir jugando al tenis (la gran pasión de Wallace junto con la literatura) sin contrincante. Por eso se volcó con furia en la redacción de Freedom. No podía tolerar que su amigo ―con quien siempre se había medido al escribir, considerándolo a la par el más brillante― le robara la posteridad con una muerte de genio joven y heroico.

2. Mal du siècle. Las correcciones es mucho más que una gran novela americana. Es una novela que intenta interpretar a toda la sociedad contemporánea. Aunque transcurra en su mayor parte en una pequeña ciudad de provincias del Medio Oeste (trasunto de la América profunda que seguiría votando a G.W. Bush), extiende sus tentáculos al Nueva York de cambio de milenio, Filadelfia y a una satirizada Lituania. Pero el marco espacio-temporal, por muy inabarcable y reticular que pueda ser, queda lo suficientemente bien entablado: estamos hablando de la globalización, del papel que ejercen los Estados Unidos caído el Muro, y de la crisis de sentido del deber moral en una cultura orientada sólo por las decisiones de consumo. Ahí está el desquiciamiento de la familia Lambert en un tiempo en el que parece que todo pueda tener solución: el padre, Alfred, un ingeniero retirado al borde del caos mental y físico de un Parkinson terminal; Enid, su mujer, obsesionada con reunir en casa a sus tres hijos durante una última cena de Navidad: el egoísta, «responsable» y esnob hermano mayor que es Gary, un banquero deprimido por un matrimonio infeliz; el inmaduro e intelectual y fugitivo Chip, profesor despedido por liarse con una alumna que acaba haciendo negocios ilegales en Lituania; y la fría y desubicada Denise, chef de primera despedida a su vez por acostarse con la mujer de su jefe años después de perder la virginidad con un empleado de la compañía de su padre y divorciarse de su primer y único marido. En resumen, un microcosmos similar a los que aparecen en los relatos de Alice Munro pero que aquí alcanza la magnitud de un cosmos completo. Porque los Lambert ponen de relieve una sociedad enferma, neurótica, paralizada por sus miedos, al borde de la desesperación, sin asideros a los que agarrarse, de ahí que aparezcan patentes contra el Alzheimer, drogas último diseño para combatir la depresión, constantes explicaciones neuroquímicas: porque estamos hablando de ansiedad y de paranoia y del estado generalizado de un mundo, el contemporáneo, el actual, que ha perdido completamente el juicio. Ésa es la forma que tiene Franzen de representar o interpretar el Zeitgeist, y por eso es uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo. Porque hace que el mundo aparezca delante de nosotros, como en un espejo, y nos reconozcamos y lo comprendamos mejor y tomemos conciencia tanto de la época en que vivimos, como de la medida en que ésta afecta a los comportamientos individuales. O lo que es lo mismo: en la radiografía psicológica de la globalización que ha hecho Jonathan Franzen, no sólo aparecen los Lambert, sino que aparecemos todos nosotros.

3. Crítica y público. Si Jonathan Franzen puede dejar plantada a Oprah Winfrey o llamar a una renombrada crítica del New York Times «la persona más estúpida de la ciudad», es porque vendió tres millones de ejemplares de Las correcciones y porque, ahora, con Freedom, esa misma crítica sólo ha podido decir: «Mr. Franzen ha escrito su más hondamente sentida novela, una novela que resulta ser tanto una absorbente biografía de una familia disfuncional como un indeleble retrato de nuestros tiempos». O sea, que, para colmo, no sólo caen rendidos a sus pies, sino que parece que el tío se ha superado a sí mismo. Pero al margen de las megalómanas pulsiones que florecen en ocasiones de este tipo y demás exageraciones norteamericanas, el hecho indiscutible es que, además de recibir las mejores críticas de los medios más reputados, premios y distinciones de prestigio, hubo tres millones de personas en Estados Unidos que fueron a una librería o a una gran superficie y compraron su libro. ¿Qué pasó? ¿Cómo pudo ser posible? No hace falta apellidarse Adorno para saber cómo funciona la industria cultural, con qué parámetros se calibran las grandes ventas y la preponderancia de lo que se dice sobre una obra respecto a lo que la obra dice de por sí. Y uno no puede dejar de extrapolar este ejemplo a lo que sucede en España, donde parece que hay más escritores que lectores y que éstos, en su inmensa mayoría, sólo compran tres o cuatro títulos al año avalados más por la audiencia y el boca a boca que por lo que digan los críticos de postín. No hace tanto que, en cualquier hogar de clase media española con una mínima inquietud cultural, había libros junto al televisor que hoy son considerados clásicos (Cien años de soledad, El Doctor Zhivago, El espía que surgió del frío, Al este del Edén…). Ahora, en los pisos hipotecados de las parejas de treinta a cuarenta años, de haberlos, los títulos son El Código Da Vinci, La sombra del viento, Millenium… Y en efecto, no hay ningún libro imprescindible. Que un título le guste a todo el mundo no es garantía de calidad, pero tampoco su contrario. Quiero decir: que un libro haga derretirse a los expertos tampoco debe ser considerado como paradigma de nada, del mismo modo que hay excelentes libros que son leídos por millones de ciudadanos y libros minoritarios que son maravillosos, regulares o muy malos. Ha bajado el nivel de ilustración, cierto. Pero también ha subido la prepotencia de los guardianes de la literatura «seria». El resultado es una brutal escisión, una hendidura que, con la crisis editorial que se avecina, puede terminar con un golpe de mortal necesidad a lo que hemos considerado hasta ahora. Los escritores «serios» escribirán sólo para sus amiguitos los escritores «serios», mientras «el pueblo» seguirá consumiendo obras que sólo entretengan y no le haga pensar demasiado. De ahí que el fenómeno Franzen sea digno de estudio: cómo sin renunciar a los criterios de una literatura de calidad se puede llegar a un gran público que, por qué no, quizás también esté ya harto de ángeles y demonios y demande obras que nos orienten en la difícil tarea de vivir, en qué prioridades tomar y en cómo el individuo se relaciona con su polis y con sus semejantes. El logro de Franzen estriba en que, siendo el lenguaje de vital importancia, no puede serlo todo, ni siquiera lo más importante. Su embellecimiento o dilatación encuentra su límite en objetivos de comunicabilidad y diálogo. Y por eso, si aparecen e-mails, dibujitos, noticias o demás elementos paratextuales en Las correcciones, están al servicio de la construcción de unos personajes complejos y de un argumento. Para cierta élite guardiana de lo que podría denominarse «literaturidad», la trama se ha convertido en el patito feo de la narratología. Pero sin trama no hay gancho, y sin gancho no hay ganas de saber qué pasará, y uno siempre tiende a volver a los inicios, a la niñez, a aquellos momentos en que, para dormir, te contaban un cuento y, si el narrador se detenía antes de caer en brazos de Morfeo, el receptor exigía: «Y qué más». Evidentemente, ningún escritor debería escribir pensando en estas cosas, ni siquiera en el lector, aunque cada uno tendrá su legítima necesidad para hacer lo que hace. Lo que decidió Franzen, frente a su amigo DFW, fue hacer cultura en vez de subcultura. Por lo que ¿hasta qué punto no es el Artista cómplice de los mecanismos del mercado cuando se hace el harakiri mirando sólo el ombligo de su propio Arte?

4. Literatura y poder. No seré yo el que desmienta a quien haya visto en Las correcciones ciertos tics de best-seller. También me he dado cuenta y no me gustaron, es verdad, pero me han parecido insignificantes en el todo que los engloba. En esto, me recordó a Middlesex, de Jeffrey Eugenides. Hay escenas cinematográficas, peripecias casi inverosímiles (salida de Chip de Lituania), sátiras demasiado grotescas. Pero repito: de un lado, no creo que resten valor literario a la novela; y, de otro, tampoco creo que tengan la suficiente enjundia para que Las correcciones sea tildada de best-seller en el sentido más despectivo del término, que es el menos utilizado en todos los círculos ajenos al literario. Incluso iría un poco más allá: de ser así, no me parecería del todo censurable, porque ―aunque ya sé que no vale separar forma y fondo― lo que verdaderamente atraviesa esta novela no es la historia con minúscula, ni el estilo, ni la innovación formal (que la tiene), sino la conciencia ideológica de sentir como una obligación denunciar el abuso de poder, cuestionar los defectos del orden establecido y abrir un espacio de reflexión pública. Hay un momento, cuando Chip regresa al hogar después de su «aventura» lituana, en el que hasta lo que, a primera vista, parece un conato de autoindulgencia respecto al modo de vida americano se torna en una crítica demoledora a la responsabilidad estadounidense en el caos económico y social de los países del Este. Pues Franzen es, esencialmente, un escritor político. En sus ensayos Cómo estar a solas y sus textos autobiográficos Zona fría, vemos hasta qué punto el tardocapitalismo, la hipertrofiada sociedad de consumo e incluso la degradación del medio ambiente, entran dentro de sus preocupaciones fundamentales. Y eso es evidente en Las correcciones ―como supongo que lo será también en Freedom―, concreción en la que una ideología (deontológicamente demócrata) y una formación intelectual, que abarca desde el postestructuralismo francés hasta la Escuela de Frankfurt, son trituradas y transmutadas en ficción para hacer Literatura Política.

5. Desolación, sentimientos. Hay un momento, en el tercio final de Las correcciones, en el que la desolación lo inunda todo. Se convierte en una marea moral y psicológica generalizada, y uno implora sumergido en ella que, por favor, aparezca un flotador para no ser engullido por el remolino que parece hundir hasta el fondo a los Lambert. La simbiosis texto-lector es tan potente porque, como decía antes, el vacío de Denise, Alfred y compañía es el vacío del mundo en que vivimos, el nuestro propio. Ahí la sombra de Don DeLillo se hace alargada. Pero entonces, de pronto, cuando uno no puede separar la propia náusea de lo que tan crudamente se nos está contando, entre tanta tensión, metido en ese ovillo de represiones y dificultades y reproches y traumas que esconden las relaciones familiares, surge el sentimiento, la conciencia y el perdón, y agradeces que lo que podría haber sido sólo la brillante exposición de la enfermedad del nuevo siglo, se troque en una de esas obras maestras que, junto al mal, ofrece la potencia de redención que también contiene la vida. No hay novela menos sensiblera que ésta. Pero una cosa es huir del sentimentalismo (y, por exceso, identificar sentimiento con peste), y otra ocultar bajo una supuesta frialdad emocional la absoluta carencia de madurez afectiva. Denise, Gary y Chip han sobrepasado la treintena. Cada uno, con sus neuras y egoísmos, tienen miedo al hecho de estar en familia. Son peterpanes perdidos, a la defensiva, en busca de sí mismos. Y la vida es un largo periodo de aprendizaje emocional, de asunción de responsabilidades pero, sobre todo, de paciencia. En tanto que la impaciencia es un rasgo típico de la sociedad que con minuciosidad analiza Las correcciones, la paciencia ―esa misma que tuvo Franzen durante nueve años para escribir esta novela y durante los otros nueve que le llevó a publicar Freedom― es un valor que, simple y llanamente, brilla por su ausencia.

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