Tres mariquitas armados al uso

Por Alberto Masa.

Foto: Galletas Fontaneda.

En las mañanas me despertaba una sirena que aún oigo algunas noches. Era la verdad de unas galletas María Fontaneda mojadas en leche con colacao. La niña subnormal siempre se sentaba a mi lado y, enfrente, un cuarentón hablaba de su relación con Dios. La suerte era que la niña subnormal no se enteraba si le faltaba una de las tres galletas porque había perdido la habilidad para contar hasta dos. Cuando pasaba media hora volvía a sonar la sirena y uno sabía que, tras dejar en su sitio la bandeja, podía retornar a su mesa y quedarse todo el día buscándole a la pared blanca por dónde se le iba extendiendo la lepra. Era fácil adivinar cada día nuevas grietas. Esos eran mis proyectos artísticos de enfermo, pero no era bien visto ni yo estaba por la labor de usar allí una cámara de fotos.

Mientras me duchaba, fingía  que me enteraba de la lluvia que caía afuera. Notaba que las paredes eran un ataúd que se iba comprimiendo hasta dejar solo una cabeza minusválida en una planicie vegetal. Mi cama era un revoltijo que yo no podía salvar. Cuando me vestía, pedía ayuda a Dios o a lo que fuera, y encontraba la voz de alguien anterior al hombre; esa que, según siempre Platón, moraba antes del nacimiento y que -esto no sé si lo pensé yo- te reunía con el cadáver de tu memoria. Porque yo sabía que mis amigos, esos drogotas enfermos y alborotadores constantes del orden público, no tenían ya una imagen mía. Yo sabía que esa voz, retratada acá como no existente, era la primera fase de resistencia a una vida alejada de su vegetalismo, de vueltas de la parca que traía al día a día el efecto de los neurolépticos, a quienes yo terminaría amando más que a cualquier persona o a cualquier animal.

María Jesús, ex misionera hoy ausente, me dio los Santos Evangelios y yo leí a San Juan en cuanto pude. Di besos a esas mozas que nunca sabían qué suelo estaban andando en el salón del piano roto, y les conté que era dibujante pero había perdido mi don, me lo había tragado sin querer el día en el que perdí el juicio. Lo anterior sólo eran mis amigos, esos cafres, con sus navajas, y yo, también cafre, que me había interesado por la filosofía para ver qué estábamos haciendo en realidad cuando acojonábamos a una parejita en el parque o le quitábamos el reloj de pulsera a cualquier otro iluso que se cruzase con esa cingla de cuatro valientes. Nuestros miedos siempre son los mismos, algo en lo que coincide esta jauría de hombres y mujeres que ya -veía- no éramos más que la intención de una historia que nos cuadrase cinematográficamente. Pero nuestro miedo también era la pérdida del miedo, el suicida inconsciente que manejaba una fiesta o un delito; el hombre que, perdida la intención de empatía, le había sacado su pecho bravo al mundo por mucho que este estuviese ya en las últimas o en las penúltimas, acompañado de las luces y sombras de tres mariquitas armados al uso.

¿Deberé esforzarme, por ejemplo, en estudiar para modista? Al menos me salvaba mi interés por la letra, que ha surgido de mi vanidad, completamente.

Hace dos años salió la noticia de un suicida en el Esquerdo que era ejemplar. Me motivó su historia y la seguí lo que pude en un programa de Televisión Española sobre las muertes en España, pero en el reportaje no vi ni rastro de lo que yo había conocido: el primer parque de atracciones serio en la ciudad, y a pocos metros de mi casa. Sin mente uno no sabe bailar, pero también era cierto que todo estaba cantado. Por suerte, la mayoría de los enfermos sabíamos que las paredes nos veían, y que aquellas nuevas grietas que se formaban en ellas eran la voz que nos hablaba acerca de la nuestra. La mayoría estaban callados. Yo di la nota un poco. Eso que gané, dios santo.

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