Stevie y el demonio

Por Recaredo Veredas.

 

 

La brillantez no debe confundirse con la genialidad. Los genios abren caminos donde siquiera se intuye su posibilidad. Además, siempre perseveran en su empeño, pese a los agoreros que predicen su fracaso. Son, por lo tanto, tan escasos como los ornitorrincos y merecen los mismos cuidados. Si un hombre de nuestros tiempos merece tan alto calificativo es Steve Jobs, fundador de Apple. Ha logrado, entre otros méritos, que millones de anticapitalistas de todo el planeta tierra olviden su credo y adoren ciegamente sus mercancías. Que  sientan renovado orgullo cada vez que levantan la tapa de su Macbook y muestran al mundo la manzana que llevó al paraíso al desdichado Alan Turing*. Incluso el más recalcitrante de los anarcopunks olvida la lujuria bursátil de la manzana mordida (capitalizada en torno a los 300.000 millones de dólares) cuando contempla la belleza de un Iphone.

 

 

Ni siquiera la popularización de sus inventos, gran enemiga del prestigio, ha vencido a tan extraño éxito. Durante las próximas décadas Apple seguirá significando modernidad, progresismo, rebeldía y elegancia. Es decir, las dotes que cualquiera en su sano juicio quiere poseer. Es mi intención desentrañar los senderos que condujeron a Steve hasta la genialidad, aunque recorran los más sombríos cenagales. Pero antes de resbalar por la peligrosa senda de la especulación, examinemos brevemente su biografía:

*En 1955 aún reinaba la inocencia en América. Y mucho más en California, tierra de las nueces y el surf. Sin embargo, también existía la tristeza. Como la que sintió Joanne Simpson cuando descubrió su embarazo. Tal fue su melancolía que, tras una larga meditación y un laborioso casting, regaló a su retoño a la familia Jobs. Valoró, sobre todo, su honradez y su amor al trabajo. Parece claro que no poseía dotes paranormales.

* Steve no se matriculó en Harvard, ni en Princeton, ni en ninguno de los criaderos de élites gringas. No sufrió novatadas ni intentó ligar con las animadoras. Los Jobs –curioso apellido, que predestina a la paciencia y el sufrimiento-  estaban desplumados. Tal era su pobreza que Stevie frecuentó los comedores de los Hare Krishna, donde degustaba acelgas cocidas acompañado por mendigos, locos y escritores frustrados.

*Le apasionaban los ordenadores antes de que existieran. Y era muy emprendedor, tanto que fundó Apple con 21 años. En América la gente no pierde el tiempo. O, mejor dicho, la gente que puede permitírselo no desperdicia ni un segundo. Apenas un lustro después había ganado más dinero que todos ustedes juntos, mis queridos lectores. Antes le había dado tiempo a ser hippy, disfrutar de varios viajes lisérgicos y peregrinar hasta la India.

*Sin embargo la genial idea se deshacía entre sus manos. Sus pequeñas joyas eran demasiado caras y no gustaban en aquellos rudimentarios años, dominados por los juguetones Spectrum y los indescifrables  Commodores. Steve ardía a fuego lento en la parrilla del capitalismo y, para huir de la quiebra, no se le ocurrió mejor idea que ceder la dirección a un consejero de Pepsi Cola. Como habría intuido cualquier pipiolo, el nuevo jefe le echó a la calle en cuanto tomó las medidas del despacho.

*Durante su exilio fundó Pixar y un par de empresas informáticas de oscuro porvenir. La luz ya rodeaba sus pasos, aunque todavía no le hubiera poseído. También su reverso negro había empezado a jugar con la estructura de sus células.

*Tras doce años de peregrinaje regresó, dominado por la lucidez, a su soñada Itaca. Creó el Iphone y el Ipod y lanzó la mejor campaña de marketing de la historia, solo superada por la de Jesucristo.

*Steve siempre viste una camiseta negra, unos vaqueros y unas zapatillas blancas. Aparca en las plazas reservadas a minusválidos y no dona ni un centavo a la filantropía. Ni siquiera felicita la Navidad a los 200.000 chinos que, encerrados en su fábrica día y noche, ensamblan chips hasta el derrumbe.

*En 2003 descubre su cáncer. Durante un año intenta la cura homeopática. El fracaso de la herboristería le obliga al transplante de hígado. El 17 de enero de 2011 anunció su retirada, cercado por la muerte.

 

 

Como todo buen guión –en Hollywood están esperando a que se muera para rodar su biopic, que podría protagonizar Matt Damon- la vida de Stevie alberga un poderoso punto de giro. No es otro que el obvio: el momento en que, poseído por un furor mesiánico, decide regresar a la firma de la que fue expulsado, por entonces un agonizante despojo.

 

 

¿Quién regaló la luz a Steve? ¿Quién le ayudó a dibujar el sendero que le conduciría hasta la gloria? ¿Fue Dios, un coach o fue, como me temo, el mismísimo Belcebú, que ahora cobra sus réditos? Si el guía fue el demonio, parece improbable que apareciera con rabo y cuernos, ni siquiera disfrazado de ejecutivo de cuentas londinense. Es posible que, como ha ocurrido en otras posesiones, Steve lo convocara en sueños, tal vez en un monólogo interior, del que siquiera fue consciente. Un monólogo que es inútil reproducir y cuyos principales puntos serían:

* Soy un genio incomprendido.

*Quiero volver a casa.

*Lo daría todo por volver a casa. Incluso mi propia vida.

 

 

Durante lo más profundo del sueño, el diablo ascendió desde su morada, tal vez enmascarado bajo las túnicas y abalorios de su amada Joan Baez*. El censo de genios del averno lentamente desciende, gracias a las universales pretensiones de bondad, ecología y sostenibilidad. Ningún emprendedor consciente, y Luzbel lo es pese a su vejez, podía desaprovechar los anhelos del joven emprendedor. Firmaron el compromiso sobre el aire pútrido del averno, denso como papel de lija, con una pluma flamígera. Satán le concedería diez años de resplandeciente lucidez pero, al mismo tiempo, el germen del mal empezaría a crecer en su vientre. Un mal lento e incurable, que le recordaría cada mañana la inevitabilidad del contrato y de su vencimiento.

 

 

Steve despertó sin sopor, poseído por una extraña felicidad. Desde la ventana de su mansión californiana se veía un enorme jardín, poblado por sauces, robles y una solitaria secuoia. Miró hacia el más grande de los árboles y descubrió que podía ver el plumaje de todos los minúsculos pájaros que vivían en las profundidades de su corteza. Sus ojos ascendieron hacia el cielo y descifró, aunque el sol de agosto hubiera borrado la geometría celeste, los trazos de todas las constelaciones. Supo, incluso, que en Alfa Centauro hay toda una galaxia habitada por criaturas con cinco ojos y una inteligencia comparable a la de los lemures. Y todo lo conoció sin extrañeza alguna.

 

 

También sin extrañeza supo las oscilaciones del Dow Jones y el Nikkei, no solo de ese día, sino de todo el año, y, cuando cerró los ojos, vio dos torres ardiendo, aplastadas por el peso de sendos Boeing 757. Tardó meses en saber que poseía un don y, como le ocurrió al joven Damien cuando descubrió los tres seises que crecían bajo su cabellera, como le pasa a todos los superhéroes, conoció el calvario. Solo, sin avisar a nadie, tomó el primer vuelo hasta la península índica y allí caminó descalzo por senderos polvorientos, se bañó en el Ganges, donde contempló la cremación de cien cadáveres, pidió limosna en los callejones de Calcuta y, después de conseguir la levitación y de hechizar a una cobra con su mínimo estrabismo, visitó al gurú de los gurús, recluido desde hacía ciento cincuenta años en un minúsculo templo, casi un templete, emplazado a la sombra de las nieves perpetuas del Himalaya. Él fue quien le comunicó la verdad, bajo la única luz de una vela de cera moldeada con flores ya extinguidas. Utilizó pocas palabras. Steve ni siquiera tuvo que hablar. Simplemente escuchó, mientras el gurú de los gurús acariciaba lentamente su mano. Le habló en nepalí, pero no le importó: él conocía todas las lenguas. Le dijo que aunque poseyera la luz, la suya era una luz negra, que sería apagada por la rebelión de su propio cuerpo. Porque, aunque lo ignorara, nada ya le pertenecía. Era un instrumento de Lucifer. También le dijo que, tras su muerte, vagaría eternamente por el infierno.

 

 

Steve no le respondió. Sufrió una leve taquicardia, le pagó quinientos mil dólares en billetes usados, se despidió con una leve genuflexión y sintió de nuevo el viento helado del Himalaya. Se detuvo bajo las columnas doradas del templo,  tomó aire, volvió a respirar y contempló la cima del Annapurna, velada por la niebla para el resto de los mortales. Vio a los cientos de escaladores que, como moscas, se afanaban por alcanzar la cima y supo de inmediato cuáles morirían congelados en sus paredes de hierro y cuáles alcanzarían la gloria. Sin forzar la mirada vio también a los millones de hombres que le rodeaban. A todos a un tiempo, fueran  recolectores de arroz, mendigos, camareros o prostitutas. También vio a los genios de la informática y a los especuladores bursátiles. Observó cómo se levantaban al alba, con el único fin de sobrevivir, empujados y aplastados en autobuses oxidados, humillados por sus jefes, siempre al cuidado de sus escuálidas vacas, naciendo, viviendo y muriendo sin otro sentido que su propia vida. Y supo que, aunque pasara la eternidad en el averno, aunque el cáncer le devorara, era un privilegiado. Un superhombre poseído por un destino trágico. Y allí, bajo la sombra del Annapurna, vio sin cerrar los ojos cómo la niebla, que apenas dejaba ver los macizos rocosos, tomaba la forma de una manzana mordida y quedaba suspendida en el aire, ajena a los vientos. También vio un tranvía de su amado San Francisco, ascendiendo por las pendientes infinitas, lleno de jóvenes hipsters, ataviados con rastas, chaquetas de terciopelo, tatuajes y poemas de Allen Ginsberg. Todos llevaban unos auriculares blancos, minúsculos, y jugaban extasiados con las mil y una canciones que brotaban de una diminuta caja blanca. Mientras tanto, un discípulo aventajado de Satán empezaba a jugar con sus células, a instalar, como hacía él con los minúsculos circuitos de sus máquinas, códigos indescifrables que variaban el equilibrio de los genotipos.

 

 

No volvió a parpadear. Ni siquiera cuando, años después, le cambiaron el hígado. Ni cuando intentó negociar una prórroga con el altísimo, a cambio de una nueva red para todo el paraíso. Sabe que, como todos los profetas, debe intentar sobrevivir aunque también sepa de su fracaso.

 

 

*El origen del famoso logo es muy discutido. Entre todas las teorías que circulan por el ciberespacio, la mayoría ridículas, me quedo con el homenaje a Alan Turing, mítico matemático inglés, que habitó nuestro mundo durante la primera mitad del Siglo XX. Acosado por la intransigencia puritana, que no concebía su homosexualidad, untó una manzana con cianuro y la mordió con saña. Un tipo como él, que intuyó la inteligencia artificial y descifró cientos de teletipos nazis, no podía suicidarse de cualquier forma. La teoría está respaldada por las franjas de colorines, obvio homenaje a lo deletéreo, que llenaban la primera versión del logo.

**Steve y Joan compartieron lecho durante varias semanas. Les separaban décadas pero les unía su devoción por Dylan y el sueño californiano.

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