La gran poesía de olvidados, raros y excluidos: De Miguel Labordeta a Javier Egea

Javier Egea

Por Manuel Rico.

 

La apisonadora de la actualidad, que suele ser cruel con toda suerte de memoria, lo es de una manera mucho más eficaz y lamentable con los poetas y con su obra. Jóvenes bardos suceden, en la rueda de promociones y generaciones, a jóvenes bardos que apenas han tenido tiempo de madurar para que a su vez otra oleada de jóvenes ocupe el espacio que aquéllos han de liberar. Ese juego inevitable, al que cada cierto tiempo ponen coto profesores, críticos o antólogos mediante selecciones y antologías con las que se intenta representar con los mejores (según el autor del estudio y de la selección) una etapa poética y su canon, tiene la virtud de ordenar el mapa para estudiantes y curiosos y el defecto de dejarse en el camino poetas y obras memorables, a veces imprescindibles. El 27, la generación del 36, la generación o grupo de los 50, Nueve novísimos, la generación del 68, los poetas de los 80, del fin de siglo, del siglo XXI, los poetas blogueros…  Tiempo después, cuando quizá no tenga remedio, aparecen críticos, o estudiosos, o simples amantes de la poesía que descubren, entre los olvidados, a los mejores.    

En los últimos meses, al calor de mi trabajo preliminar al primer tomo de la obra completa de Javier Egea, otro olvidado, quizá el más grande de entre los olvidados de la década de los ochenta, he leído y releído poesía de altísimo voltaje que me ha llegado por correo de editoriales apenas conocidas o sólo conocidas en una provincia o región. En concreto, tres poetas mayores, situados por la historia y por el “canon”, en un plano secundario, nos descubren la alta calidad de su escritura. Pienso en Ildefonso-Manuel Gil (Paniza, 1912-Zaragoza, 2003), poeta republicano de la generación del 36 autor de una obra intensa, de dicción depurada y directa y con una gran carga emocional, del que acaba de aparecer, editado por la Institución Fernando el Católico, de Zaragoza y con una magnífica introducción de Santiago Fortuño,  la antología Poesía (1950-2001). Pienso, también, en otro aragonés, Miguel Labordeta (Zaragoza, 1921-1969), el mayor de los hermanos, gran poeta del expresionismo realista de los años 50 y 60, recluido en la provincia, del que hace unos meses se publicó Transeúnte central y otros poemas, antología editada y prologada por José Luis Calvo Carilla. Y pienso, en fin, en Justo Alejo (Formariz de Sayago, Zamora, 1935 – Madrid, 1979), poeta hondo y experimental a la vez (también de mirada crítica), extraño psicólogo del ejército del aire en tiempos de dictadura, que se suicidó lanzándose por la ventana de su despacho en el Cuartel General del Aire en el segundo año de la democracia (en 1979) y que nos dejó una obra de gran calado, injustamente preterida. Ahora, gracias a la Universidad Popular de San Sebastián de los Reyes, podemos leer con sorpresa y placer, dos poemarios: ALACIAR y monuMENTALES REBAJAS. En la estela de Vallejo, de Francisco Pino, del Grupo Claraboya, aquel intento de aunar poesía social y vanguardia de finales de los 60, Alejo es un nombre a reivindicar y recobrar.

Miguel Labordeta

Tres poetas para abrir boca. Para situarnos ante la recuperación tanto tiempo esperada: en muy poco tiempo, estará en librerías el primer tomo (con la poesía publicada en libro) de la obra completa de Javier Egea (Granada, 1952-1999), el tercer nombre de La otra sentimentalidad, el que se quedó varado en un largo silencio que recorrió los años 90 del siglo pasado. El que, al contrario de lo que ocurrió con sus compañeros de manifiesto (Luis García Montero y Álvaro Salvador) tuvo que esperar más de un cuarto de siglo, hasta 2006 (siete años después de su muerte) para ocupar el espacio que se merecía en una antología (no grupal) de ámbito nacional (Metalingüísticos y sentimentales, de Marta Sanz), el poeta que decidió suicidarse un día de verano de 1999 dejando una obra honda y perturbadora, en gran parte desconocida, que sólo de manera muy limitada puede ser considerada poesía de la experiencia.

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