En defensa del Mainstream

Por Francisco Balbuena.

Queridos amigos, ahora que las legiones de zombis han regresado a sus mugrientas sepulturas. Ahora que los ataúdes de los vampiros han cerrado sus hollinientas tapas. Ahora que los templarios, los superhéroes, robots, transformers y alliens se debaten en retirada entre la inmundicia de su chatarra engrasada con icor y sus músculos sin sudor. Ahora, amigos, conviene despedirlos a todos por algún tiempo antes de que vuelvan a regresar y vindicar al ser humano en su protagonismo del mundo.

Jamás ha sucedido que una manifestación cultural que aconteciese fuera del mainstream haya trascendido más allá de la moda pasajera o la anécdota de la temporada. Zombis, vampiros, seres paranormales o extraterrenales, por ejemplo, pertenecen a los mezquinos borboteos culturales de agua viciada que de vez en cuando brotan de una charca estancada que trata de secar el manantial del espíritu. El Drácula de Bram Stoker y todos sus infinitos émulos es una superchería intelectual y un engañabobos de mentes infantiles. No hay en el vampiro una reflexión sórdida y profunda sobre la condición humana, ni siquiera elucubrando con un alambique de ocurrencias morbosas, sino una dejación intelectual. Es como si el pensador o el artista, cansado de ese bípedo débil, mortal e imperfecto que es el hombre, lo sustituyese por un fetiche o un monigote invencible, más cómodo de manejar y no tan exigente de dilucidar.

Preguntémonos acerca del por qué de la reciente invasión de muertos vivientes que a través de cientos de títulos han infectado las librerías; hasta el extremo de que a la excelsa Jean Austen le ha correspondido una grotesca mamarrachada, falta de chicha y sobrante de todas sus páginas muertas. La respuesta reside en la medianía. No nos engañemos: crear y pensar, crear y pensar con fundamento y con vuelo, es potestad de muy pocos; pocos que, sin embargo, formarán esa corriente procelosa que desde Homero, si no milenios antes, nos lleva en la literatura. Pues los otros, aquellos que no pertenecen a esos pocos que, no obstante, lo anegan todo, desde su mediocridad del extrarradio pretenden hacerse con un hueco en el agua del Ganges de las letras. Y qué mejor forma de conseguirlo que recurriendo a trasuntos del ser humano, material éste tan difícil de tratar.

Ahora toda la Humanidad escrita es Zombilandia; es decir, un conjunto de seres sin voluntad, sin pensamiento, sin objetivos y sin alma; una horda de seres abocados tan sólo a deambular y a atacar a todo lo ajeno a su insustancialidad putrefacta. Es fácil para un autor novel de Albacete, por ejemplo, escribir una novela sobre un Don Quijote zombi (con Sancho Panza lo tiene más difícil, dada su abundante carnalidad), cuando de seguro para él está negada la contemplación del hombre reconocible y cotidiano en sus infinitas, complejas y abrumadoras dimensiones, como lo es el caballero de la triste figura. Y lo más grave resulta que tal tentativa desde el arroyo por momentos infecciona el líquido que hemos de beber todos. Y los editores, en sus elucubraciones, se creen que esas extravagancias se convertirán en agua embotellada, si no en agua bendita.

Ahí tenemos a la Pintura. ¿No es toda la basura que se expone en ARCO una miríada de objetos zombis que devoran el arte? Con el dadá, y siguiendo desde entonces y desde antes con innumerables escorias icónicas, el arte de San Lucas se ha convertido en una manifestación casi muerta. Ya no posee estética refinada, carece de belleza, reseca la reflexión, su cuerpo es un inanimado sudario. Porque deja de ser arte aquello cuya realización está al alcance de cualquier vivales. Muy pocos hoy podrían pintar los cuadros de Velázquez o Rembrandt. Pero millones de individuos estrambóticos se atreven a plasmar un cuadro de churretes simpáticos con sus excrementos recién rebañados con la mano sobre un lienzo.

Vindiquemos pues el mainstrean pese a que vayamos contra la moda y que por momentos parezcamos derrotados. Nuestra poesía no le debe nada a Gunter Brauchitsch, un alucinado de Múnich que en el siglo XVI escribía alejandrinos insertándose la pluma de escribir en un agujero de su nariz, pero sí mucho a sor Juana Inés de la Cruz aunque sus poemas sean difíciles, alambicados y exquisitos. Peleemos para que gestores culturales, mecenas y capitostes comprendan que ser famoso no quiere decir ser hermoso, y que ser outsider no es lo mismo que ser original, y que dar beneficios no es vitola de valor, y que los vampiros chupan la sangre espiritual de sus lectores, y que los templarios por siempre serán unos plagiarios, y que Jerusalén sólo guarda el misterio milenario de un turista con sed.

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