Séverine en Hanging Rock

Por María Solís Munuera.

La segregación académica por sexos podrá ser vilipendiada cuando atañe a un alumnado de carne y hueso, pero en el campo de la ficción, si cae en buenas manos -excelentes, en el caso de Joan Lindsay y su novela Picnic en Hanging Rock– puede convertirse en un recurso aprovechable, con permiso del cerdo, hasta el rabo.

Decía Joseph Kessel, para defenderse de la polémica que suscitó Belle de Jour, que lo que había intentado era “mostrar el terrible divorcio entre el corazón y la carne” y que, para ello, lo más eficaz era que, en Séverine, ambas realidades estuvieran completamente escindidas. “Para llegar a un grado de intensidad que permita a los instintos actuar en la plenitud de su grandeza y de su perpetuidad, es necesario, en mi opinión, una situación excepcional. Yo la he creado deliberadamente (…) como el único medio posible de tocar de un modo más seguro y profundo el fondo de cualquier alma que esconda este embrión trágico”. Vamos, que llevó la situación al límite para vestirse de griego y de catártico. Se calmase o no la turba anti-lujuria con esta explicación, lo que sí es cierto es que Joan Lindsay parece haber seguido en su novela un similar ejercicio de extremos para pretender llegar hasta el conocimiento.

Meter un tajo al género humano y educar por separado a cada parte es un buen principio. Si, además, el colegio femenino se convierte en internado de estricta moral victoriana, se le sitúa temporalmente a un año de la muerte de la Reina Victoria y en la colonia penitenciaria de los ingleses (Australia) el germen para la purga está servido. No digamos ya si, además, todo ocurre junto una formación volcánica pretendidamente amenazante llamada Hanging Rock. Eso sí, un a viso para navegantes: aquí el objeto de escisión no es el binomio amor-carne, que andan más bien mezclados, sino la ignorancia, de la mano de mamá comodidad, contra la luz tajante y vertical de un australiano mediodía en pleno verano.

Corre el año 1.900 cuando tres alumnas y una profesora del colegio Appleyard desaparecen durante una excursión a Hanging Rock el día de San Valentín. El festejo se ha restringido a una zona segura y acondicionada pues adentrarse en los agrestes dominios de la Roca ha sido prohibido. Es una roca “a merced de todo tipo de serpientes letales”, tentadora y vedada cual Árbol de la Ciencia, donde el apetito humano que preocupaba a papá Dios era el que llevaba derechito al conocimiento. En este paraíso australiano, el bíblicamente maléfico deseo de saber dirige hacia la Roca, junto con sus acólitas, a Miranda, la alumna donde la perfección parece haber tomado vida. Miranda engaña: es la pureza máxima, sí, pero una pureza de rastro oriental, pues fue Tchuang Tse quien dijo aquello de que “la pureza extrema es no extrañarse de nada”. Y con esta premisa como estandarte bien se puede escalar Hanging Rock o subir por las escaleras del número 11 de la Cité Jean de Saumour hasta Madame Änais y abrir cajitas orientales. Pues no faltan tentaciones en esta novela para retrotraernos a una quinceañera Séverine, arrancarla de la vida parisina y dejarla caer en medio de esta fauna y flora de la Victoria australiana: “El conductor agitaba con toda tranquilidad el látigo de mango largo en dirección a aquella estructura tan asombrosa…” ¿Les suena? Pues hay más: “(…) guió a los cinco caballos zainos para sacarlos de un presente conocido y lleno de certezas, y conducirlos hacia un futuro incierto”. ¿También?

Miranda, Irma, Marion (como también Séverine), abandonan el victoriano microclima salvavírgenes para caminar “cada una encerrada en su mundo particular de percepciones propias, sin advertir las presiones y tensiones, (…) en la masa fundida que mantenía a la roca anclada a la tierra gimiente”. Y al igual que Séverine deja su ropa encima de la silla, las tres colegialas se deshacen en su ascensión de guantes, sombrero, medias y corsés.

Sensatez, y no otra cosa, es lo que enseña esta temible creación volcánica. La directora Appleyard, el personaje aparentemente más realista, elabora la mayor de las ficciones: un colegio construido “con sólida piedra de Castlemaine” contra “los estragos del tiempo”. Como leemos, “todo empieza y termina justo en el momento y en el lugar precisos” y la desaparición de las mujeres parece producirse para dar una lección de verdad y libertad en forma de horror. Ficción y realidad, vida y muerte, sueño, fantasmas, apariciones… se engarzan constantemente en esta criatura del gótico australiano para demostrar que la realidad no merece tal nombre si no va acompañada de lo inexplicable, lo arbitrario, lo incontrolable…

André Breton escribió: “Todo conduce a pensar que hay un cierto punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, (…) lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo dejan de percibirse como contradicciones”. Picnic en Hanging Rock no es una obra surrealista, pero comparte esa búsqueda con el duende de Tinchebray, porque tal vez el secreto esté en no tomarnos demasiado en serio. Por eso, quizás, en la película sobre la novela que filmó Peter Weir, Miranda abre la primera escena con unos versos hermosos de otro duende cercano llamado E. A. Poe: “¿No es todo lo que vemos y parecemos / más que un sueño dentro de otro sueño?” Buena pregunta para Séverine. La de Buñuel, claro.

“Picnic en Hanging Rock”, de Joan Lindsay, ha sido publicado por la editorial Impedimenta.

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