Kiefer en busca del Vellocino de oro

Por Alberto Peñalver Menéndez.
Anselm Kiefer expone por primera vez una colección de 27 fotografías en blanco y negro donde resucita el mito de Jasón y los argonautas


Anselm Kiefer – Die Argonauten
Ivorypress Art + Book Space II
C/Comandante Zorita 46, Madrid
Del 15 de Febrero al 26 de Marzo

Un día, Anselm Kiefer decidió no limpiar la mesa de la terraza en la que acababa de tomar  café con unos amigos. En vez de ello, cogió su cámara y empezó a fotografiar el caos de platos, manchurrones de cafeína y migas de bollo que se extendían sobre la superficie del mantel. Lo que a cualquier otra persona le hubiera parecido el resultado de una sobremesa agitada, a ojos del alemán todo aquello suponía una especie de microcosmos en donde, como si fuera una maqueta aérea, se reproducían barcos indómitos, mares embravecidos, riscos asesinos, monstruos marinos y continentes aún sin explorar.

Puede que entonces Kiefer recordara el mito de Jasón y los argonautas. La historia cuenta que el héroe griego mandó reclutar una tripulación entre los mejores hombre de la Hélade, y se embarcó en un viaje épico a la búsqueda del vellocino de oro, con el que podría reclamar la corona de Tesalia. Por los mares del Égeo se enfrentaron, entre otros, a las Harpías, a las Simplégades – un par de riscos que aplastaban a todo aquel que osara pasar por medio -, incluso a una armada de soldados surgidos de los dientes de un dragón. Tras muchos avatares, Jasón consiguió su deseado vellocino de oro y recuperó el trono que le correspondía legítimamente.

Las hazañas de Jasón parecen contrastar con un hecho tan mundano como una tertulia vespertina, podríamos argumentar. Sin embargo, las fotografías nos muestran precisamente la épica de lo fútil. Sin embargo, Kiefer entiende que los mitos no son alegorías arcaicas ya superadas por la razón, sino que aún perviven – y siempre lo harán – como instrumento para explicar los misterios de la vida. Y puede que no haya nada más mágico que el puro azar y la banalidad, que parece no responder a ninguna ley consciente. La tarea del artista es desvelar esta epopeya escondida. De esta manera, un ritual tan europeo como el del café nos remite inconscientemente a los viejas ceremonias griegas, a aquellos aedos que cantaban las aventuras de los hijos de los dioses mientras los plebeyos griegos devoraban sus manjares. El propio Kiefer reconoce que aunque no conocía a profundidad el mito de Jasón cuando observó aquella mesa, una pulsión irracional le evidenció el mito. Una manifestación que se explicaría por la pervivencia del mito a través de una inconsciencia colectiva.

Algunos de los símbolos son más o menos evidentes – los soldaditos de plástico son los propios argonautas, las muelas sobre el mantel son los dientes de los que surge el ejército destinado a defender el vellocino -; y algunos otros son más enrevesados – los trapos despedazados que salpican el mantel son aquí los miembros desgarrados de la hermano de Medea; los vestidos de niña representa al vestido fatal que regaló Medea a Creusa para vengarse de la traición de Jasón.

Las fotografías de Kiefer son por lo tanto un juego de muñecas rusas en donde un formato encierra al otros: la visión del mito revelado es transformado en obra de arte gracias a los objetos añadidos por el artista; a su vez, la realidad es fotografiada y reconvertida su lenguaje mediante el uso de recursos tales como el blanco y negro, y una luz que confiere a la escena de un carácter de epifanía; finalmente, las fotografías son rematadas con pequeñas inscripciones que vienen a fusionar lo literario con lo visual, un procedimiento muy querido por el artista. Es así como Kiefer reelabora el mito y el lenguaje que lo determina, de la misma manera en que hoy también muchas de las viejas fábulas aparecen camufladas en otros formatos modernos – y si no, nótense por ejemplo las semejanzas entre El mago de Oz y Star Wars.

Esta heterogeneidad de objetos convalida perfectamente con las anteriores prácticas neoexpresionistas de Kiefer, en donde lo matérico siempre parece encubrir una historia, y la reducida gama cromática de sus cuadros es corroborada aquí por el uso del blanco y negro. Por otro lado, la fragilidad de la escena nos remite a la volatilidad de sus obras pasadas: el arte es efímero y se revela caprichósamente al hombre. Pese a ello, palpita debajo de la superficie de las cosas, y el artista es el profeta de la vida. Como dice Kiefer en el pequeño ensayo que acompaña a su obra, en una mesa en la que se ha tomado café se puede conseguir resucitar el vellocino de oro.

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