El suicidio como encrucijada

Por Carlos Javier González Serrano.

Schopenhauer escribía al final del primer volumen de El mundo como voluntad y representación (§ 69) que el suicidio (Selbstmord), «lejos de ser una negación de la voluntad, […] es un fenómeno de la más fuerte afirmación de la voluntad [ein Phänomen starker Bejahung des Willens]». Es más, lo que el suicida desea más que cualquier otra cosa es, a juicio de Schopenhauer, la propia vida; la única nota -si se quiere patológica- que distingue al suicida de una persona que permanece en este mundo es la de hallarse especialmente descontento (unzufrieden) con las condiciones en que tal vida se le da, pues «él quiere la vida [er will das Leben], quiere una existencia y una afirmación sin trabas del cuerpo». Así pues, en la persona que decide cometer suicidio se daría cierto “exceso” de voluntad de vivir (léase, de querer vivir) que, por otra parte, se vería incluso inhibida (gehemmt) al saberse esclava de un fútil fenómeno individual.

Teniendo en cuenta el enorme paralelismo entre la biografía de Schopenhauer y el desarrollo de su sistema filosófico, sería tentador proclamar un intento por salvar las extrañas condiciones en las que su padre, Henrich Floris Schopenhauer, falleció (todo apunta al suicidio, producto de un carácter excesivamente tendente a la melancolía y tras algunos años de matrimonio desencantado con su esposa Johanna, madre de Arthur). Si bien Schopenhauer se referirá -por regla general- al suicidio como una batalla perdida frente a la “lección” que es la vida, le atribuirá en ocasiones un alto grado de algo que podríamos llamar, sin afán de ser rigurosos, “valentía”, y reconoce en algunos suicidas una desesperación causada por lo inexplicable, por la oscuridad que domina el intento de explicar nuestro existir, y que no siempre ha de estar motivada por el egoísmo o por el no estar conforme con lo que se nos da y con el modo de presentarse “eso” que es la vida (repárese, si no, en las últimas palabras del citado parágrafo de MVR I: «pero el ánimo humano tiene profundidades, oscuridades y complicaciones que es difícil  aclarar y descubrir desde fuera»).  No es casualidad que nuestro autor fuera un atento lector del Capítulo XIX del Libro I de los Ensayos de Montaigne (“Que filosofar es aprender a morir”).

De este modo, desde la perspectiva de una metafísica en la que el poder -inconsciente e irracional- que facilita la existencia del mundo es ejercido por una incansable voluntad, el suicidio no puede responder más que a la manifestación más radical de afirmar la vida misma. En una palabra: la vida es querida al precio de la muerte. Una frase del propio Schopenhauer nos despeja toda duda (cfr. ibid): «El propio individuo se declara la guerra a sí mismo [das selbe Individuum sich selbst den Krieg ankündigt]». Es la fuerza con la que el suicida quiere la vida, y de su mano, el sufrimiento por no poder consumarla a su manera, lo que le empuja a desear el ocaso de su fenómeno. Así, el suicida no puede dejar de querer: mientras pone fin a su individualidad, la voluntad -lo en sí del mundo- quedará intacta, y por tanto, para Schopenhauer, la derrota será doble: lo que aquél pretendía negar (la voluntad de vivir) permanece, mientras que suprime a la vez la única forma (la propia vida) en que tal impulso irracional podría verse doblegado -a través de la renuncia por medio del ascetismo (este mismo ascetismo schopenhaueriano será reinterpretado por Nietzsche, para los interesados en la cuestión, en el apartado séptimo del “Tratado Tercero” de La genealogía de la moral).

Frente a este panoramora, en que Schopenhauer parece ostentar una opinión ciertamente negativa respecto al suicidio (con ciertas reservas, repito, tal vez para salvar el oscuro contexto en el que murió su padre), podemos hablar de un filósofo absolutamente olvidado por la cultura española (quizás por la falta de traducciones a nuestro idioma): Philipp Mainländer. Su filosofía puede tildarse de pesimismo radical, en el que conduce hasta las últimas consecuencuas las tesis defendidas por Schopenhauer. Si pudiéramos elegir un lema de su pensamiento, asunto peligroso a la hora de resumir las ideas de cualquier autor, sin duda sería la de que Dios ha muerto; pero si alguien estuviera pensando en Nietzsche, su sospecha cesará cuando termine de leer la frase: “Dios ha muerto y su muerte es la vida del mundo”. En una selección y traducción de poemas del profesor Manuel Pérez Cornejo (Lavarquela, Suplementos de Cuadernos del Matemático, nº 34), leemos en la introducción que, para Mainländer, «el universo entero no es sino el cadáver resultante del suicidio de Dios, a su juicio, es evidente que “Dios ha muerto”, pero no porque los hombres mismos lo hayan matado […], sino porque eligió libremente morir, aniquilarse, al cobrar conciencia de que el Ser es insoportable, y por tanto el No-Ser, la Nada, resultan preferibles». Así, observamos aquella radicalización desaforada de las tesis de Schopenhauer. En uno de sus poemas de juventud, “Otoño”, escribía Mainländer: «¡Pobre Humanidad, pobre universo! / Todo debe ir siempre adelante; / y en el corazón aún habita la paz; / el anhelo de un reposo más profundo, en él aún vive. / Desear, anhelar insatisfechos: / destino universal del cosmos- / sobre las tumbas una nueva vida planea: / ¿cuándo descansará todo finalmente?» (traduc. cit.).

Así pues maestro y discípulo chocan en sus respectivas visiones acerca del suicidio, que ambos observan como encrucijada -aunque de muy diversa índole. Mientras que para el primero el suicida se enfrenta a la victoria o a la rendición con respecto a la voluntad de vivir, para el segundo el suicidio supone la única salida válida y legítima para hacernos cargo de algo como la vida. Mainländer escribe en otro de sus poemas: «En la oscura vida humana / sólo una cosa brilla por la que merezca la pena esforzarse; / y ésa es la tumba; admitámoslo / sinceramente» (traduc. cit.). Si alguna vez existió en el mundo una unidad o una armonía simple, para Mainländer ha quedado destruida, está muerta, y el universo entero es presidido por una única ley: la del debilitamiento de la fuerza en general, la ley del dolor en la humanidad en particular. Si Schopenhauer situaba lo metafísico en la voluntad, Mainländer aprovechará tal apelativo para referirse al “exterminio” (al fin de la vida) como aquello que se encuentra fuera o más allá del mundo.

En definitiva, mientras que la solución aportada por Schopenhauer frente al imperio de la voluntad de vivir será el ascetismo que desarrolla en los últimos parágrafos y capítulos de los dos volúmenes de El mundo como voluntad y representación, para su discípulo no habrá más salida que la muerte (incluso hablará de una Wille zum Tod, una voluntad de muerte), en la que situará la “redención” (Erlösung), y cuya única finalidad será la de buscar lo que él denomina la “sosegada noche de la muerte”, quitándose de encima la existencia (lo que recuerda en extremo al “penoso” o “fastidioso” yo [leidigen Selbst] al que hace mención Schopenhauer en MVR I, § 38).

Termino con algunos versos de Mainländer, agradeciendo al profesor Manuel Pérez Cornejo su traducción y publicación en la revista ya citada:

«Ah, cuán vana, cuán triste
es la lucha por la existencia. Aprende ¡oh, hombre!
como primer principio de la sabiduría
que por un bien,
tu alma está en vilo.
Arroja pronto los vanos cuidados.
Bebe el agua clara, recogida en tu mano, y
colma tu hambre con magra comida
y escaso alimento.
Purifica tu espíritu de doctrinas indignantes y
adórnalo con las perlas que, desde las profundidades,
el mar de la negación te arroja,
tormentosamente agitado.
¡Aprende a amar con el espíritu, mortifica
el amor del corazón; y bendice,
bendice con alegría cada hora que más cerca de la tumba te conduce!».
(Philipp Mainländer, “Segunda voz – El hijo de la luz”).

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