La realidad como artefacto

Por Cristina Consuegra.
Sunset Park. Paul Auster. Anagrama, 2010. 278 páginas.

Paul Auster demuestra con Sunset Park que piensa el mundo que nos ha tocado vivir y que se enfrenta a la realidad impuesta, esa que despierta suspicacias y dudas constantes, de la mejor forma que conoce, transcribiéndola en palabras, diluyéndola. Con esta obra regresa el Auster más genuino, el de la primera época narrativa, esa que lo llevó a la línea de fuego editorial gracias al despliegue milimetrado de sus obsesiones – el peso del azar, la identidad, el cuestionamiento del poder, la autoficción y la relación paternofilial- en títulos como La invención de la Soledad (1982), La música del azar (1990) o Leviatán (1992).

Este último libro, sublime y extremo, recupera la musculatura narrativa de Auster y sitúa al lector ante asuntos o temas tan dispares como la trascendencia del escritor en la sociedad actual, la necesidad de otra cultura económica, la deconstrucción del individuo dentro de una realidad polisémica y la idea de libertad. En Sunset Park, el autor estadounidense recurre nuevamente a esa estética basada en la disgregación narrativa para poder sostener el polimorfismo ficcional al que ya nos tiene tan acostumbrados, un entramado narrativo que, en esta ocasión, dibuja a través de personajes capitulados (o capítulos personaje, a gusto del consumidor) para hilar los diversos temas y conflictos, y mostrar al que habita al otro lado que ni la realidad ni la verdad tienen vocación absolutista.

Milles Heller

El libro arranca con el presente inestable y huidizo de Milles Heller, un joven que pudo ser brillante -buena parte de su historia, tanto la principal como la transversal,  gira en torno a este poder ser de corte existencialista- y terminó llevando a cabo tareas de mantenimiento para una inmobiliaria en Florida; un protagonista angustiado que para sostener su respiración encuentra en la fotografía de cosas abandonadas esa vía de escape; un tipo cuestionado por su propio pasado, cuya identidad se ve vapuleada acción tras acción. En este primer capítulo, aparecen con igual trascendencia los elementos que conforman el universo austeriano. El azar se presenta como función motora de la historia al posibilitar, primero, el encuentro entre Pilar Sanchez y Milles Heller, y segundo, el desencadenante que lo empujará de regreso a su ciudad, Nueva York, concretamente a Sunset Park.

Consciente de que cualquier itinerario contemporáneo encierra la búsqueda de una existencia que se pueda perfilar como posibilidad de futuro, tal como ya hiciera en Leviatán, Auster desarrolla en las últimas páginas de este primer botón narrativo, los cauces identitarios de ese Otro y sus misterios, esa otra posible vida que pudo ser y que es tarea del lector edificar en torno a la sombra de ese personaje en tránsito, cansado, que duda y echa de menos a su amor, y para quien el autor tiene deparado un viaje que es origen, planteamiento del resto de historias que conforman la malla literaria de Sunset Park.

Bing Nathan y compañía

Auster pone a nuestro servicio el aparato ficcional para construir una amalgama compuesta por dos unidades; los cuatro personajes (Bing, Ellen, Miles y Alice) que acaban ocupando una casa deshabitada con vistas a un cementerio, en Sunset Park, y otra unidad compuesta por Milles y Morris Heller. A partir de un caos iniciático, de unos personajes que se encuentran y desencuentran, que se buscan en la oscuridad y se rechazan en la luz, los cuatro jóvenes que ocupan, forzados por el sistema, ilegalmente una de las casas en Sunset Park comienzan a reconocer los límites de su identidad, para adoptar (otras) realidades y sentir que están en el mundo, aunque éste no sea ni la mitad de lo que esperaban.

Es, en este segundo capitulo, donde Auster desarrolla y plantea con fuerza el cuestionamiento de un sistema capitalista que asfixia y condiciona al individuo contemporáneo, es en este botón donde encontramos al Auster más político y social, donde el lector se verá arrastrado y vapuleado por un ritmo literario frenético, en el que la idea de libertad aparece como atalaya narrativa, ese destino invisible al que poder volver siempre.

Morris Heller

Sin duda, uno de los grandes personajes de Auster que recoge los ecos del pasado, literario y personal, de su autor. Merece la pena destacar el papel de las ensoñaciones de Morris Heller, un editor arriesgado, comprometido con un oficio y una sociedad, que asiste a la  caída y resurgimiento de un hijo en silencio y soledad –esa que conoce bien Auster, la programada como acto de apertura- y cuyo único conocimiento, hasta el regreso definitivo, le llega a través de las cartas que Milles envía a su amigo Bing.

Es en este personaje donde Auster refleja buena parte de la estructura reflexiva de la obra, no sólo irrumpe la relación paternofilial, sino la libertad y el peso de una sociedad moralizante que aplasta a todo aquel que se atreve a pensar de forma distinta a lo esperado por la masa. Un hombre sólo ante multitud de “seres queridos” que esperan de él, mucho más de lo que puede o está dispuesto a ofrecer; un héroe moderno que se debate entre dos tiempos, entre dos formas de ser. Un personaje transversal, mutante, que impregna al resto de protagonistas y tramas posibles; donde todo empieza y acaba. Auster en estado puro.

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