La naturaleza irracional: lucha y dolor

Por Carlos Javier González Serrano.

 

 

En cierto sentido, podemos tomar la filosofía de Schopenhauer como una crítica a los dos pilares fundamentales de la Ilustración: la fe en la razón (en su versión de luz natural) y, paralelamente, la fe en el progreso. Mediante ambos mecanismos, el hombre alcanzaría la libertad frente a toda autoridad y prejuicio para llegar a pensar por sí mismo. Para Schopenhauer aquella crítica comenzaría con la obra capital de Kant, la Crítica de la razón pura, cuando la razón se sienta ante su propio tribunal, imponiéndose límites y descubriendo sus fronteras. En la estructura de El mundo como voluntad y representación (MVR) podemos ya observar el hiato definitivo que Schopenhauer introduce con respecto a la ilusión de poder llevar a cabo una filosofía “lineal”: ésta ha de mostrarse en todas sus perspectivas, y ello sólo es posible a través del despliegue de una única intuición, de un “pensamiento único” que habrá de ser estudiado mediante lo que él considera los dos ángulos visuales del mundo, la voluntad y la representación.

 

 

Lo primero a tener en cuenta es la concepción del tiempo. Para Schopenhauer éste no es nada objetivo subsistente en y por sí mismo. Vivimos “en” el tiempo porque constituye, junto al espacio, el contenido del principio de razón. Así, lo esencial del tiempo no es que “sea”, sino que “pasa” (sucesión): el tiempo es aquello que hace que las cosas se nos hagan nada entre las manos. Como sabemos, para Schopenhauer la materia surge de la confluencia (coexistencia) del tiempo y del espacio (que aporta la posición); de tal materia y la aplicación de nuestro entendimiento emana la pluralidad (el principio de individuación). Así, leemos en el primer volumen de El mundo como voluntad y representación (§ 26), que «sólo porque todos aquellos fenómenos de las ideas eternas están referidos a una y la misma materia, tenía que existir una regla de su aparecer y desaparecer: si no, ninguno dejaría lugar a otro. De esta forma está esencialmente ligada la ley de la causalidad a la de la permanencia de la sustancia […], pues la simple posibilidad de determinaciones opuestas en la misma materia es el tiempo: la simple posibilidad de la permanencia de la misma materia bajo todas las determinaciones opuestas en el espacio».

 

 

La realidad empírica se presenta configurada según un encadenamiento causal (ley de causalidad). Toda causa en el mundo, además, es ocasional (cfr. ibid: «ninguna cosa en el mundo posee una causa de su existencia propia y en general, sino simplemente una causa de que exista precisamente aquí y ahora»). Pero si las causas ocasionales suponen algo, es una lucha, pues las manifestaciones de la voluntad única entran en conflicto cuando pretenden apoderarse de la materia existente al hilo de la causalidad, surgiendo entonces un terrible conflicto. Si bien Schopenhauer hablará de una teleología interna (concordancia de las partes de un organismo individual) y de una externa (relación de la naturaleza inorgánica con la orgánica), tal acomodación o adaptación recíproca de los fenómenos entre sí no logra suprimir el desacuerdo que se observa en la naturaleza, en una lucha generalizada: sólo de tal lucha surgirá una suerte de evolución (en frase célebre de Schopenhauer, «kein Sieg ohne Kampf [no hay victoria sin lucha]»). Este conflicto no muestra más que una esencial escisión de la voluntad respecto de sí misma. El mundo, por tanto, no es en absoluto racional: existe una discordia original de las cosas y una lucha de todos contra todos, manifestación íntima de la voluntad de vivir que supone a la vez la fuente de todo dolor.

 

 

En esta misma línea, y algunos años más tarde (1859), Darwin escribirá en el Capítulo III de El origen de las especies (titulado “Lucha por la existencia”): «Nada es más fácil que admitir en palabras la verdad de la lucha universal por la existencia, ni más difícil, al menos para mí lo ha sido, que llevar constantemente fija esta idea en nuestra inteligencia. […] [N]o vemos u olvidamos que los pájaros que cantan ociosamente en derredor nuestro, viven, en su mayor parte, de insectos o semillas, y que de este modo están constantemente destruyendo la vida». De igual manera, para Schopenhauer esta lucha sólo manifiesta el conflicto interno de la voluntad, que se objetiva en una pluralidad de ideas y se expresa en una eterna guerra. Si echamos un vistazo al mundo animal, el espectáculo es ciertamente deprimente: se da un trabajo ímprobo por mantener la existencia, y todo ello, para concluir en la destrucción del fenómeno. ¿Existe una recompensa final en el esquema de Schopenhauer -incluso en el de Darwin? No… La vida es un negocio que no cubre los gastos, y la única explicación de este panorama es que tal es la única manera en que puede manifestarse la -ciega- voluntad de vivir. Así, en el § 29 de MVR Schopenhauer escribe: «de hecho, la ausencia de fines y límites pertenece al ser de la voluntad en sí, que es una aspiración infinita. […] De ahí que la aspiración de la materia sólo pueda ser frenada, pero nunca cumplida o satisfecha. Y lo mismo ocurre con toda aspiración de cualquier fenómeno de la voluntad. Cada fin conseguido es el comienzo de una nueva carrera, y así hasta el infinito».

 

 

Pero el fondo no es sólo desalentador en el mundo animal, sino también en el humano. La vida no se nos presenta como un goce, sino como un deber a cumplir. Un deber porque, a juicio de Schopenhauer, la satisfacción del deseo proviene precisamente de intentar dar respuesta a una carencia, a una necesidad. Millones de hombres se agrupan en estados para conseguir el bien común, pero todos buscan el bien individual. Además, no contentos con ser infelices, ponemos en marcha la maquinaria de la reproducción, de la voluntad (recuerdo ahora el comienzo de la “Crisi Quinta” de El Criticón de Gracián: «presagio común es de miserias el llorar al nacer»). Si es contemplada desde fuera, la humanidad parece un juego de marionetas movidas por hilos invisibles: existe una desproporción considerable entre la continua aspiración a la felicidad (y las acciones destinadas a ello) y lo que finalmente se consigue (miserias, preocupaciones, desesperanza, etc.). En definitiva, el panorama del hombre es el de una tragicomedia: estamos dispuestos a todo con tal de prolongar una existencia infeliz. Schopenhauer continúa el texto del párrafo anterior con estas palabras: «Lo mismo se muestra […] en los esfuerzos y deseos humanos, cuyo cumplimiento simula ser siempre el fin último del querer; pero en cuanto se han conseguido dejan de parecer lo mismo, por lo que se olvidan pronto, se vuelven caducos y en realidad siempre se dejan de lado como ilusiones esfumadas, aunque no de forma declarada; se es lo bastante feliz cuando todavía queda algo que desear y que aspirar, a fin de que se mantenga el juego del perpetuo tránsito desde el deseo a la satisfacción y desde ésta al nuevo deseo […]. Conforme a ello, cuando la voluntad está iluminada por el conocimiento sabe lo que quiere ahora y aquí, pero nunca lo que quiere en general: cada acto particular tiene un fin; el querer total, ninguno».

 

 

Nuestra felicidad siempre aparece en el pasado o en el futuro, nunca en el presente (que supone una constante decepción). Sin embargo, el pasado es irreparable y el futuro incierto. Por ello, afirmará Schopenhauer, nada hay en el mundo digno de nuestros deseos. El tiempo revela continuamente la vacuidad de los objetos de la voluntad. Por ello el optimismo es una posición absurda, una inmerecida alabanza al creador del mundo. Cada hombre cree tener derecho a la felicidad y los placeres y, cuando no los alcanza, estima que ha sido engañado. Por el contrario, en oposición al optimismo, el budismo y el verdadero cristianismo enseñan que el fin de la vida es el trabajo y el dolor, coronados por la muerte. Cada ser lleva la carga de su existencia. Cierro -por hoy, pues el tema es muy rico- con una cita de Shakespeare en Twelfth-night (acto 1, escena 5): «Ahora puedes mostrar, oh destino, tu poder; lo que ha de ser tiene que ocurrir y nadie es dueño de sí».

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