La nueva educación

Por Ignacio González Barbero.

La educación es uno de los mayores bienes, si no el mayor,  que el ser humano ha provisto para su progreso individual y, por tanto, social. La primera fase de la misma, que ocupa la infancia y la adolescencia, aporta al sujeto, de manera general, los conocimientos acumulados a lo largo de la historia, que le llevarán a una mayor comprensión de su entorno. La segunda y última, que comienza en la mayoría de edad, se centra en la especialización en uno de esos saberes. Este proceso va acompañado de un desarrollo físico e intelectual del individuo que desembocará en la madurez, la cual tiene que ser garantizada por la formación que se proporciona en la universidad, lugar de esta fase educativa. Así, además de incidir en la comprensión de lo que imparte, ha de fomentar y respetar, con su actitud, la inherente libertad y capacidad crítica de sus alumnos.

La responsabilidad de la universidad en el crecimiento personal es fundamental, ya que no sólo es una escuela de conocimientos; también es una escuela de vida. Gracias a su labor, por tanto, el estudiante debe poder construir marcos cognitivos sólidos y una preferencia por valores estables, que elige libremente y funda en la esencial dignidad humana- defendida por la institución en la que aprende y vive-.

Asentada esta idea del hombre, cualquier agente externo que no la defienda contraviene sus principios, que son, básicamente, la libertad de pensamiento y de acción humana,  y enajena la universidad misma. Desde hace unos años, esto está aconteciendo; el Espacio Europeo de Educación Superior, el Plan Bolonia y, recientemente, la Estrategia Universidad 2015 han cambiado radicalmente lo que la expresión “educación universitaria” significa.

La nueva formación tiene como principio una concepción del ser humano radicalmente diferente; aquella que exigen las empresas privadas. Éstas, arte y parte del mercado neoliberal, necesitan de una persona nunca hecha, siempre dispuesta a renovarse, flexible y adaptable. Cualquier cosa puede pasar en el mundo laboral, por lo que una persona en constante formación, no especializada nunca, será mucho más válida. La capacidad crítica no tiene ningún sentido, no es eficiente, porque hay que conformarse a una variabilidad constante, labor que sólo se puede llevar a cabo eliminando cualquier compromiso firme con unos valores determinados, lo que, a su vez, debilita la intensidad de un análisis consecuente de esta realidad sin freno. Es más, una sólida cosmovisión sólo puede envejecer rápidamente: no es adaptable al cambio continuo.

Todo esto es representado de manera cristalina por el plan de estudios que se ha impuesto, legitimador de la grave precarización de las carreras de humanidades, nada útiles para el mercado, y favorecedor de una presencia cada vez más evidente de los entes privados en la universidad pública. El estudiante es, en este marco, un ser “empleable”, cuyo fin es el desarrollo de una serie de competencias ajustadas a lo que la demanda laboral dicte. Su valor humano, que incluye su independencia intelectual y su ética vital, es anulado en función de su valor ecónomico. La institución, por otro lado, es transformada en un curso para la empresa, la cual estipula los métodos y los fines de su programa de enseñanza.

Esta influencia, cada vez más evidente, de las exigencias neoliberales en la subjetividad personal, que es de origen privado y autónomo, va en contra de los presupuestos básicos de toda formación: las libertades de pensamiento y acción del ser humano. El organismo universitario está siendo convertido en un instrumento para «construir» trabajadores competentes, no ciudadanos dignos de una sociedad humana. La magnitud de esta vergonzosa transformación ha de movernos hacia una respuesta crítica que defienda lo que es, realmente, la educación superior. Aquí dejo mi granito de arena.

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