Dos relatos de Laureano Recio

«La entrada», de Laureano Recio.

Una rápida sacudida en su brazo derecho le despertó bruscamente.

-Vamos, espabila, no puedes llegar tarde al trabajo, sobre todo hoy.- Le dijo con una voz medio en susurros su padre.  No tuvo más remedio que levantarse. Se vistió, se lavó un poco la cara y se fue a la cocina. Se tomó un tazón de leche. Cortó una rebanada de pan, la untó con miel y comenzó a morderla.

– Termina pronto la recha, que nos vamos.

Salieron los dos de la casa. Aún era de noche. Apenas se veía la nieve que cubría las calles del pueblo. Llegaba hasta las rodillas. Ni con madreñas se podía andar.   Se unieron al grupo que caminaba por la calle principal.  Se iban abriendo paso a duras penas y con cierto esfuerzo al avanzar. Tuvieron que recorrer varios kilómetros de esa forma, con la poca luz de varias linternas y en silencio. Los más fuertes y más altos iban delante, haciendo huella.

Poco a poco el resplandor del sol se hizo notar entre las montañas. Se hizo de día cuando doblaron la última curva que hay antes de llegar a la estación de Palacios del Sil.

Se fueron sumando al grupo de personas que esperaba en el andén. Varios minutos después, el silbido del tren anunció que éste se estaba acercando. Tras unos instantes, la estela de humo de la locomotora apareció en un recodo de la línea férrea.

El tren fue aminorando su marcha y paró en la estación. En escasos minutos, el andén se quedó vacío. Al ponerse de nuevo en movimiento la locomotora, tan solo quedaba atrás la solitaria figura del jefe de estación recogiendo su banderín rojo, y un viejo mastín vagabundo que se había acercado al calor del gentío, esperando ingenuamente que alguien le ofreciera algo que llevarse a la boca. Unos pequeños trozos de pan y un par de puntapiés fue todo lo que recibió.

Los pasajeros se iban acomodando como podían en los vagones. El trayecto no era muy largo, pero los asientos eran insuficientes.

Al cabo de algo más de media hora, llegaron a Villablino. Allí terminaba la línea de uso público o comercial. La parada fue un poco más larga, se bajaban algunas personas y sobre todo mercancías y algunas sacas de Correos.

Dentro del tren, los que tenían reloj lo miraban repetidas veces. Se palpaba la impaciencia por llegar al final del trayecto. Al fin, la máquina volvió a moverse. Unos  instantes más tarde se hizo la última parada. No había estación.

Se bajaron todos rápidamente. Después de recoger el material de trabajo y de realizar los preparativos de rigor, fueron haciendo cola junto al acceso del montacargas.

Tras una corta espera, que al muchacho se le hizo casi eterna, les tocó el turno de pasar a la plataforma. Mientras iban bajando, algunos compañeros preguntaban al padre:

-Así es que éste es tu chaval.

-Sí, éste es. Hoy es su primer día.- El chico no escuchaba los comentarios ni las bromas. Observaba atónito como desaparecía la luz del sol, y la negrura de la roca que iba pasando ante sus ojos.

***

 

 

«Aquella tarde», de Laureano Recio.

Recuerdo bien aquella tarde. La sensación en el aula solía ser la misma, una mezcla de temor y desamparo. Nos faltaba la presencia de alguien que pusiera fin a aquello. Pero ese momento nunca llegaba.

Entró como de costumbre, con su mirada de asesino lleno de odio. El silencio era sepulcral. A nadie se le ocurría hacer el menor ruido o moverse. Todos esperábamos con pavor que anunciara el número de la lista, a quien correspondería salir a la tarima, como quien es llevado a la sala de tortura, y recitar de memoria un pasaje del libro de Ciencias, del tema asignado para ese día o esa semana.

Mi número aquel año era el quince. Él, después de sentarse y dejar pasar unos instantes de incertidumbre que agravaba la angustia colectiva, dijo unas pocas palabras y a continuación el premio fatídico: el número agraciado con la terrible prueba. Unos pocos puestos me distanciaban del elegido. El alivio era mínimo, pasajero, porque después de unos minutos volvía a dar vueltas el bombo.

Así fue, el compañero terminó de vomitar las líneas del libro de texto conservadas en su cerebro y se fue a su sitio. Otra vez, estábamos todos con el corazón latiendo a toda velocidad. Hasta que anunció nuevamente un número y por un breve instante respirábamos con menos dificultad. Pero la presión seguía presente, aunque menos intensa.

Al principio no me di cuenta. No me imaginaba que aquello pudiera ocurrir, aparte que es sabido que el miedo impide pensar con claridad. Pero poco a poco se fue haciendo cada vez más evidente. Aquella tarde me la había “dedicado” o preparado para mí. Mi posición en la lista era como el centro de su diana y sus dardos los clavaba alrededor, de forma premeditada. Por un momento pensé que ya no iba a tocarme el premio en esa ocasión, ya que normalmente los llamamientos que él hacía seguían un orden consecutivo. Pero ese día era especial, él había trastocado su procedimiento habitual con un único fin: amplificar geométricamente el pavor que yo ya estaba sintiendo nada más comenzar la sesión. Porque después de más de media hora del baile de compañeros que estaban próximos a mí lugar, estaba claro que iba a por mí. Quería que yo supiera que también me iba a llamar a mí, pero quería que al saberlo yo con antelación mi angustia se disparase, y no hacía más que aumentar según iba transcurriendo el tiempo. Y entonces, cuando apenas quedaban unos minutos para finalizar la perversa hora, pronunció mi número con una sonrisa de psicópata infanticida. Se sentía feliz por su crimen. No contento con eso, decidió ponerme la puntilla, diciendo:

“¡Qué! ¿pensabas que ya no te iba a sacar?, ¿eh?”

Creo que no le contesté. No recuerdo que pasó después. Hay un espacio en blanco en mi memoria.  Sólo puedo decir que pasaron años hasta que pude mirarle a los ojos sin sentir un vuelco en el estómago.

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