Alegría Trágica

 

 

Por Ignacio G. Barbero.

 

El trabajo que supone aprender a vivir, partiendo del cultivo interior de uno mismo, fue algo que los pensadores antiguos meditaron en profundidad. Una alternativa alentadora que nunca ha dejado de estar ahí. Retomar esta senda, avivándola con la llama del presente, es lo que este ensayo nos propone.

 

Este viaje, siempre humano, tiene tres claves definitorias: el deseo, la esperanza y la fe. Son connaturales a la vida misma y, por tanto, inevitables. Son el motor del trayecto existencial, la energía que lo alimenta. Ante las dos primeras solemos encararnos y no admitir su influencia en nuestros actos. Sin embargo, no podemos eliminarlas, aunque sí debemos evitar que su impulso nos atropelle, educando su labor, ajustando su quehacer a lo real.

 

Tampoco podemos huir de la muerte. Si la asumimos como algo íntimo y necesario, como lo que es, perderemos el temor a encontrarnos con ella, ya que somos y estamos en ella. Teniendo fe en la muerte reconocemos la tercera fuerza básica de nuestra existencia. Abrazándola, nos obligamos a existir de una manera plena, a exprimir hasta el último dibujo de nuestro hálito vital, confiando en el privilegio de estar vivos.

 

Este préstamo, la vida, que debemos devolver al final de nuestro viaje, está regido por un axioma al que hemos de amoldarnos: el tiempo, vuela, se escapa, es imparable e irreparable. Asumir esta condición elemental tiene, o ha de tener, sus repercusiones en nuestro comportamiento: nuestra actividad no puede ser frenética, desordenada, volcada sobre cuestiones superfluas o triviales, ya que así perdemos de vista el esqueleto que conforma la vida humana, y, sin querer, nos traicionamos.

 

Las inclemencias del tiempo durante el viaje son inevitables. Somos frágiles y estamos expuestos a ellas. La enfermedad aparece cuando uno menos lo espera; la clave está en cómo afrontamos esta vulnerabilidad que, inesperadamente, nos sobreviene. Uno no la ha elegido, pero si puede decidir cómo va a llevar sus efectos. No podemos obviar que, en ocasiones, sus daños causan la muerte. Intentar burlar ésta, por otro lado, con sueños de inmortalidad, es pura ficción. Formamos parte de un orden natural, garantizado por la vida y la muerte que en él acontece. En este juego perpetuo de destrucción y construcción nada personal ocurre. Es un devenir impersonal e inocente que no busca dañarnos ni con la enfermedad ni con la muerte: es sólo una parte más de su camino. Reconocer este hecho nos aporta la posibilidad de vivir en ausencia de ese miedo al dolor que nos paraliza a la hora de actuar. Comprendiendo la irracionalidad de esta reacción, nos encontramos con la más pura serenidad de ánimo, que es, sencillamente, la felicidad a la que tenemos acceso.

 

La intensidad de esta nueva luz nos ayuda a encontrar el sentido mismo de la vida, que consiste en vivirla. No podemos perder el tiempo en nimiedades, hemos de, serenos de conducta y de corazón, intensificar el mismo existir atendiendo a cada instante como si fuera el último, con prudencia y lucidez. No nos aferraremos, por tanto, a las emociones o contratiempos que incidan en nosotros; los dejaremos pasar, sin que “rayen” nuestro cielo las nubes que lo recorren.

 

Sin embargo, la serenidad no es un triunfo definitivo, requiere del esfuerzo constante de un espíritu que quiere poder lo que ha decidido, que nada ni nadie, siquiera él mismo, le constriña. La conquista continua de la serenidad nos lleva a una alegría fundamental de existir, una alegría trágica que quiere estar en contacto con la vida misma. Este contacto se constituye en el amor, que es un encuentro con uno mismo y lo real a los cuales intensifica y hace florecer. En unas palabras de gran belleza señala el autor que “somos el lugar en el que el universo es capaz de amar”.

 

La posibilidad del amor es una ventana hacia la esencia misma de nuestro territorio en el universo. Éste, en la senda de la vida, ha de ser cultivado y cosechado, haciendo de toda intención propia una intensificación de la alegría por vivir, siempre educando nuestro quehacer, serenos, porque sabemos, en definitiva, que somos duros en nuestra fragilidad y eternos en nuestra fugacidad.

 

El texto que nos regala el autor tiene un marcado carácter existencial y su estilo es brillante e imaginativo. Profundiza sin prisa, pero sin pausa, en las cuestiones básicas de la vida humana, huyendo de una conceptualización excesiva, lo que se agradece a la hora de comprenderlo. Las tesis planteadas arraigan en una tradición olvidada del pensamiento filosófico: aquella que busca aprender a vivir, desde el interior.

 

 

Alegría Trágica

Gonzalo Muñoz Barallobre

Bubok, 2011

94pp, 7.61euros

(En la página de Bubok se puede descargar de forma gratuita)

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