Oráculos (3)

 

Por Silvia Herreros de Tejada.

No es que esté obsesionada por Grandes Esperanzas (que también, para qué nos vamos a engañar) pero leo la noticia de que el actor Hugh Laurie se incorpora el mes que viene al rodaje del filme El señor Pip, basado en la novela de Lloyd Jones (Salamandra, 2008), y el oráculo se agita, burbujea y hace su vaticinio: esta es una historia para aquellos que se obsesionan.

 

El señor Pip es, en palabras de su autor, “una reescritura postmoderna” de la novela de Dickens. En el colegio de Matilda, una niña de trece años que vive en Bougainville (Papúa Nueva Guinea), una isla en plena guerra civil, sólo hay un profesor: el británico señor Watts, también llamado Ojos Saltones. Este hombre, de misterioso pasado, lee “Grandes Esperanzas” en clase, y todos los niños se obsesionan con las andanzas del protagonista, el niño Pip que —como ellos— también sueña con tener otra vida.

 

Cada noche, cuando llega a casa, Matilda le cuenta a su madre, Dolores, todo lo que le está pasando a su “amigo” Pip en el libro del señor Watts. A Dolores no le convencen los métodos del hombre blanco y, para desgracia de los alumnos, roba el único ejemplar de la novela que hay en la isla. Cuando los guerrilleros entran en el pueblo, ven el nombre de Pip escrito en la arena. Convencidos de que el tal señor Pip tiene que ser un espía, destruyen todas las casas buscándole. Y Dolores se niega a hacer entrega del libro para demostrar que es un personaje de ficción.

 

Claramente, alguien con ese nombre tan poco autóctono no puede ser más que el señor Watts. Tratando de ganar tiempo para huir de la isla, éste convence a los soldados para que le dejen contar su historia durante cinco días y cinco noches: momento en el cual habla —entre muchas otras cosas— de la “habitación de culturas” que montó con su esposa, nativa de la isla. Cada uno escribía en las paredes su visión del mundo; lo que consideraban que debían enseñar a la hija que venía en camino. La noción de las gentes del Pacífico, por ejemplo, de que un sueño nunca se debe contar porque es la única historia que nadie más —aparte de uno mismo— podrá leer o escuchar.

 

Lo primero que escribió Lloyd Jones de El señor Pip fue esta habitación llena de pintarrajos, narrada en primera persona por el profesor Watts. Le gustó el concepto; pero se dio cuenta de que tenía un problema con la voz narrativa. No era creíble. Quizá debía empezar contando, pues, la infancia de Watts. Tampoco; a nadie le iba a interesar. Lo siguió intentando: con las historias que éste contaba a los soldados para salvarse; con un entramado entre las vidas de Dickens y el profesor; con un diario; con una carta de Watts a su hija muerta. Imposible. Luego pensó que quizá se podría narrar desde la perspectiva de la madre de Matilda, o desde un nativo menos protagonista, incluso desde la esposa de Watts… Pero El señor Pip sólo funcionó cuando Jones encontró la voz del futuro, la de Matilda: un monólogo retrospectivo de una mujer de veintipocos años que recreaba sus recuerdos de niña.

 

Según Jones, para un novelista lo más importante es confeccionar una voz convincente. “Cuando entras en una tienda y coges un libro, no te preguntas si te va a interesar la historia, sino más bien, ¿me voy a creer esta voz? Seamos sinceros. Una buena voz puede convencer al lector de las situaciones más extraordinarias”.

 

En el caso de esta novela, desde luego, nos lo creemos todo: el trágico final del mundo de la isla; la agonía de Matilda, que consigue salvarse gracias a la memoria de Pip; su nueva vida en Australia; su doctorado en Dickens; el descubrimiento de que el señor Watts se saltaba muchas partes de Grandes Esperanzas y se inventaba otras.

 

¿Qué es más importante? ¿La realidad en la que se empeñaba la madre de Matilda, o la imaginación por la que abogaba el señor Watts? Al final de esta reescritura de Grandes Esperanzas, Matilda está en Londres, visitando la casa-museo de Charles Dickens y no reconoce la estatua de cera del escritor:

 

Mi señor Dickens solía ir descalzo y con la camisa desabrochada. Menos en las ocasiones especiales —como cuando enseñaba— que se ponía traje. (…)

Una vez, hace mucho tiempo (…) mi señor Dickens nos enseñó que la voz de cada uno de nosotros, los niños, era especial, y que debíamos recordarlo siempre que la usáramos; pasara lo que nos pasara en la vida, nadie podría quitarnos la voz.

Durante un tiempo, cometí el error de olvidar su lección.

En el silencio reverente, sonreí (…). Pip era mi historia, aunque yo hubiese sido una niña y mi rostro, negro como la noche estrellada. Pip es mi historia, y al día siguiente, me esforzaría justo donde él había fracasado. Iba a intentar volver a casa.

 

En esta novela, son muchos los que se convierten en gentlemen, tal y como deseaba el Pip dickensiano. El señor Pip es símbolo de querer ser “mejor”; de modo que el título hace referencia al señor Watts, a Dolores, a ese espía que no existe, a Matilda, a la heroicidad de aquellos a quienes se les ha privado de voz durante años.

 

El conflicto civil de Bougainville (1990- ), de hecho, no se empezó a mencionar en los medios hasta una década después de su comienzo. No sabemos si algo pudo salvarles de este aislamiento. Pero en el intento de Lloyd Jones de reconciliar el mundo globalizado con el olvidado, Grandes Esperanzas es la historia que crece, se enreda, se adapta, se reescribe y acaba devolviendo la ganas de vivir a los niños isleños.

 

Las obsesiones literarias, pues, a veces nos ayudan a superar las crisis más profundas.

 

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