Más Bretch y menos Melendi

Por Recaredo Veredas.

Aunque los acampados tengan mi simpatía y considere que sobran causas para su protesta, creo que deberían haber trabajado con mayor empeño tanto en el diseño de su material gráfico como en sus lemas. Ninguna de sus hoy famosas consignas logrará la persistencia de los hits del 68. Vayamos a la más citada de todas sus máximas: Mucho chorizo para tan poco pan.  No discuto su ingenio pero tampoco puede negarse que su  localismo limita la internacionalización de la causa. Porque los simpatizantes californianos, por ejemplo, sin duda ignoran la existencia de ese embutido tan sabroso y tan nuestro y, por lo tanto, deberán realizar un esfuerzo ímprobo para entender el juego de palabras. Por otro lado, el susodicho lema evidencia lo irreversible que resulta la influencia del costumbrismo en la literatura española. Seguimos y seguiremos apegados al terruño, al pan duro y los más grasos de los embutidos. Que inventen –y que piensen- ellos.

 

Pero  me estoy desviando. Quiero hablar de la borgiana concepción espacial del movimiento: en el centro de la plaza más frecuentada de la sexta ciudad más poblada de Europa unos jóvenes han levantado un pequeño pueblo que cuenta con sus propios órganos de dirección, su propia disciplina e, incluso, su propio huerto –sin duda el huerto es el toque más Famovil- y allí, inconscientes y conscientes a un tiempo de la repercusión de sus actos, juegan a la solución del mundo. No debería extrañarme porque la solución del mundo es un juego muy divertido. Hace años que no juego al Risk. Es una pena porque pocas emociones son comparables a la conquista de Kamchatka una tarde soleada de sábado, al borde de la piscina, acompañado por amigos, una cerveza y unas patatas fritas. El paso de las décadas ha convertido al Risk en un símbolo vintage pero el mundo digital no ha pasado por alto el atractivo irresistible que causa el dominio del mundo. Supongo que conocen Sim City. En tan famoso videojuego el jugador es dueño y señor de su paraíso. Como tal, distribuye presupuestos, declara guerras y limita o amplía libertades. Si Sim City ha sobrevivido al paso de las décadas ha sido porque ningún otro juego, por muy sofisticados o sangrientos que sean sus gráficos, puede igualar su atractivo: convierte al jugador en un pequeño Obama, libre, sin embargo, de las presiones de los lobbys y de las rémoras de la política exterior. Además su sentido democrático es apabullante: Sim City reconoce la capacidad de cualquiera para liderar el mundo. Y ya sabemos que nada, absolutamente nada, gusta más al ser humano que ser admirado.  De hecho, el reconocimiento es una necesidad básica, que debería ser incluida en la declaración de los derechos humanos. Todo ser humano tiene derecho a recibir halagos a su inteligencia.

 

Pues bien, los acampados han decidido vivir su propia Sim City. Como juegan todos al mismo tiempo han optado por el único sistema que permite tal polifonía: la democracia asamblearia. Todos opinan y todos deciden. Y, lógicamente, están encantados, pues no solo juegan rodeados de sus camaradas. Lo hacen bajo la mirada de millones de espectadores de todo el planeta tierra –aunque menos de los que creemos, en el mejor momento apenas alcanzamos el séptimo lugar en el ranking de la CNN-, cumpliendo así el sueño de cualquier fan del Risk o  Sim City.  Que la península de Kamchatka sea escala 1/1.

 

Cada día 200.000 vuelos comerciales surcan el planeta. Millones de transacciones financieras, que oscilan desde fusiones ciclópeas a modestas remesas, recorren el ciberespacio. El mundo es un lugar muy complicado y muy difícil de entender. Reducirlo a un intercambio de pan y chorizo y demandar que las soluciones surjan tras quince días de asambleas ofende el rigor revolucionario y el buen gusto de cientos de intelectuales, políticos y obreros que han intentado trazar, desde las revueltas de Espartaco, los planos de un mundo mejor.  ¿Qué pensarían Maiakovsky, Malevich o Rodchenko del pan y el chorizo o de tan lamentables diseños? ¿Bajo qué pancarta se esconde nuestro Guy Debord, nuestra Rosa Luxemburgo, nuestro Malcolm X o, incluso, nuestro Mohamed Al Baradei? ¿Dónde se encuentra, en suma, el sustrato intelectual, estético y político que dota de sentido a cualquier revolución?

 

La solidez estética y ética no es un capricho snob. Evita que esfuerzos como las acampadas primaverales se conviertan en un acto pueril cuya trivialidad ensucia las reclamaciones más justas.  Porque el pan con chorizo posee un alcance muy leve y se deshace con un soplido, como podrá comprobarse dentro de tres días, cuando la Puerta del Sol se vacíe y nadie recuerde lo que ocurrió allí. Sin embargo, no nos liberaremos de las sombras de Melendi y el pan con chorizo con solo desearlo. Deberán transcurrir décadas de esfuerzo y de lenta mejora de uno de los peores sistemas educativos del mundo.

 

 

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