Serpientes, manzanas, héroes y villanos

 

Por Isabel Camblor.

 

Al principio no había nada. Al poco empezaron a haber algunas cosas, y al poco más ya se produjo la maldición del Génesis: parirás con dolor. No te faltaba de nada: tenías peras, mangos y pipas de girasol pero tuviste que arrancar la única manzana suspendida en la copa del único árbol que se te había negado y, no contenta con ello, arrastraste al varón: ¿por qué siempre arrastras al varón -santo varón- que duerme la siesta perdido entre la maleza, en el terreno de las vegas y riberas, bajo el fresno, lejos del árbol de la Ciencia, ajeno en su ignorancia (¿ingenuidad?) a la maliciosa cháchara que te traes con esa culebra guasona y bellaca? Salid los dos ahora mismo del Paraíso ¡echando leches! Y así fue como abandonaron el Paraíso, apremiados por una espada envuelta en fuego, la que blandía el ángel oficialmente bueno, el leal, todo ello ante el reojo burlón del otro ángel, el caído. Te lo mereces, Mujer: que se acerca a ti un demonio con forma de víbora enroscada en rama, como si disfrazado de esa guisa no pudiera resultar sospechoso: ¿pero es que eres tonta? Tú solita te lo buscaste: ¡anda y pare de una vez pasándolo realmente mal, por torpe!

 

Entonces, Eva, esa tatarabuela a la que los darwinistas llaman Lucy, empezó a parir gritando, porque quejarse parece que de alguna manera aligera el dolor. Pero he aquí que los hijos también le salieron rana; sin duda Eva no fue una mujer con buena estrella. Abel, arrogante y provocador, se deleitaba cuando el humo se elevaba, vertical, para ser aspirado por las nubes, por los pulmones de Dios, mientras que Caín, cuyos sacrificios eran mucho menos cruentos, pues se limitaba a quemar frutas y no corderitos indefensos, se llenaba de consternación al percatarse de cómo un mínimo velo gris, que apenas revelaba que ahí hubiera habido en algún momento fuego, se le desparramaba por los suelos. Y encima ese Abel ahí, con cara de no he roto un plato en mi vida. Habrá que acabar con él si no quiero volverme loco. Y si me preguntan, diré que yo no soy guardián de nadie y ya está. Pero el primogénito de Eva llevaba los muy poco espabilados genes de su madre: ¿es que no sabía que Yahvé todo lo ve? Y fue expulsado, ahí empezaba el eterno retorno, la historia debe repetirse, y más aún la sagrada. Los celos, los vagabundos, la desestructuración familiar, el asesinato, la cremación de corderos, todo por culpa de la manzana. Y fue así como el mundo siguió rodando, hasta hoy, y en los mismos términos.

 

¿Y qué hacemos hoy, ahora?¿Tratar de enmendar los errores de Eva-Lucy o los nuestros propios? Todos. O al menos lo intentamos pero siempre hay una manzana, una culebra escondida y una mujer tonta, el eterno retorno nietzscheano se muestra implacable. Aunque debido a que los tiempos cambian, necesariamente han de producirse variaciones sobre el mismo tema: en lugar de un demonio, una madrastra de cuento disfrazada de bruja, que la culebra ya está muy vista y estos mortales, estas mortales, estas blancanieves estúpidas, podrían empezar a sospechar de las serpientes. Y así van sucediéndose los acontecimientos, a partir de la predestinación, de la cadena perpetua que se generó en el Antiguo Testamento.

 

La mujer, como puede verse, en los cuentos y en las Biblias se deja persuadir por personajes disfrazados de lagarterana. Definitivamente, no es avispada la mujer. El hombre no es que sea tan tonto pero ahí está, tiran más dos tetas que dos carretas: su naturaleza, de la cual él no es responsable, hace que se deje convencer por la pérfida amiga de la pérfida serpiente.

 

A veces queremos enfrentarnos a Dios, a veces incluso conseguimos ganarle la partida;  últimamente nos atrevemos a ofenderle pariendo con epidural. Cuento mi caso, aunque no sea especialmente relevante, solo soy una hija más de Eva. Reconozco que pedí epidural, e incluso conseguí que me la pusieran. Pero sucedió que Dios no debía de estar de buen humor esa noche de San Fermín, porque me envió a un anestesiólogo novato y despistado (por emplear eufemismos). El delgadísimo catéter se escurrió a los diez minutos de haber sido introducido en la zona lumbar. La anestesia debió de quedarse en la camilla, confundiéndose con el cerco de sudor. Porque yo sudaba mucho, era julio, no había aire acondicionado y Pablo trataba de nacer. Como creían que ahí había un catéter bien colocado, me enchufaron oxitocina y las contracciones se multiplicaron milagrosamente, como panes y peces: en dos horas pasé de tres milímetros a diez de dilatación, sin contemplaciones, sin descanso entre contracción y contracción. Hay quien dice que gritaba bastante, yo prefiero pensar que no, no queda digno chillar, además yo no lo recuerdo, sí me acuerdo de estar soltándole muchas frescas al anestesista, tal vez levantando algo la voz, que el hombre estaba allí de cuerpo presente cuando yo había dilatado hasta el final, corríamos al paritorio y el tipo llevaba el catéter en la mano y cara de susto. Supongo que algo sí debí de quejarme porque aquello juro que hace mucho daño, aunque sé que mi madre, en su primer parto, aguantó dos días pariendo (eso sí, sin oxitocina), sin epidural, y no le entregaron nunca a la niña porque murió mientras trataba de salir a estrenar la vida. Y como ella, muchas mujeres desde la maldición divina han parido y siguen pariendo a pelo. Si ellas no se quejan, tal vez tampoco debiera quejarme yo, pero quiero apuntar que, según mi percepción, el dolor físico que siente una parturienta con oxitocina a mansalva y sin epidural es prueba inequívoca de que Dios sabe castigar a sus criaturas desobedientes, y a las hijas de sus hijas, y a las hijas de las hijas de sus hijas. De pronto vi a Juanjo enfrente de mí, mi ginecólogo, cubierto con una bata verde, aquél sí que me pareció que tenía forma de ángel oficialmente bueno, no llevaba espada incandescente y sí llevaba un gesto amable en la cara.

 

-Venga, empuja, Isabel, que ya estoy viendo la cabecita. Oye: ¡que es morenito, como tú querías! –Juanjo había venido a ayudar a nacer a Pablo, pero también a protegerme de mi miedo, del dolor, de la angustia porque mi hijo iba a nacer ¿traumatizado?

-¡Es que no sé empujar! No fui al curso de preparación al parto… yo creía que me pondrían anestesia, así que no me molesté en ir a clase. ¡No sé empujar!

-Pero si estás empujando la mar de bien. ¡Mira, la cabecita!

 

¿Por qué la matrona y el médico piden, exigen, insisten en que empujes? Yo recuerdo perfectamente que no sabía empujar y que no empujé, aquello se empujaba solo. Las parturientas empujan de forma involuntaria. Aun así, Juanjo me animaba, yo creo que para infundirme fuerza, para que yo no dejase en ningún momento de ser consciente de que él estaba ahí y nos iba a ayudar a los dos. Cumplió bien su cometido que no era otro sino proteger al niño que iba a nacer y a la madre asustada, rendida, y encima primeriza. Creo que nos protegió hasta del anestesiólogo inútil, y hasta del corro de enfermeras curiosas, que hacía años que en esa clínica no se veía (ni se oía) un parto sin epidural. El dolor lo he olvidado, es verdad eso que dicen de que se olvida, pero no la presencia de Juanjo. Ni la de Alfonso colocando al niño en mis brazos y rodeándonos a los dos con los suyos. Pablo nació con los ojos abiertos, oscuros, enormes, asombrados ante lo que se le venía encima, y los clavó a los míos, los buscó. ¿Quién dijo que los niños son ciegos? No es cierto, el mío me miraba directamente, me preguntaba con la mirada, y yo le contesté con una voz que él seguro que era capaz de reconocer después de nueve meses, le dije que el mundo a mí no me gustaba, esa era mi opinión, debía ser honesta, no iba a mentirle, pero que le prometía que intentaríamos que para él el mundo fuera un pequeño paraíso donde todas las manzanas con las que se encontrara no tuvieran truco. Alfonso y Juanjo nos protegían a nosotros, yo le protegía a él, y ahora que han pasado unos pocos años, sólo siete, ahora él me protege a mí

 

-¡Mamá, no comas tanto chocolate que no es sano, ya no sé en qué idioma decírtelo!

 

Más tarde, Pablo persigue a Martha, la galguita tímida, y yo la protejo a ella:

 

-Ven, Martha, súbete al sofá, aquí el vandalito no podrá contigo.

 

Y Martha sube y el vandalito la deja finalmente en paz, tal vez para ir a buscar a la chihuahua, pero ésta sabe defenderse sola muy bien, no hay motivo para preocuparse.

 

Y más tarde aún, Martha me protege a mí: si estoy con fiebre, se echa en la cama, a mi lado, y no quiere saber nada del mundo, es mi enfermera de día y de noche, junto con Lola, la chihuahua viejita y maleducada.

 

Leyendo un libro brillante, “Las experiencias del deseo: Eros y Misos”, de Jesús Ferrero, recuerdo que me impactó el momento en el que el autor nos presentaba “el ser del Universo”: el movimiento único que se despliega en “apego” (Eros) y “rechazo” (Misos). No sé cómo habrá gestionado mi cerebro la información que obtuve de ese libro, pero a partir de su lectura siempre he sentido a Eros como una forma de protección. Misos es sólo el que, para protegerse a sí mismo de su propio veneno, se lo echa en la cara al vecino. Así lo veo, aunque supongo que Ferrero tendría mucho que decir al respecto.

 

Eros a veces es un paladín presto a desenvainar la espada sin tener nada que ganar por hacerlo. ¿Y quién es Misos? Misos son los operarios que trabajan bajo mi ventana para arreglar el pavimento, esos que no me dejan trabajar ni tampoco dormir la siesta. Misos ahorca galgos, organiza guerras preventivas, Misos es el niño de segundo de primaria que abusa del niño de primero de primaria. Misos es el que no contesta a los mails, el que aprovecha la impunidad del anonimato para dar rienda suelta a sus miserias y dejarlas salir, es el que no se levanta del asiento del autobús cuando una viejita de piernas hinchadas trata de guardar el equilibrio apoyada en el pasamanos. Eros es el osito con el que duermen los niños, un peluche con una espada de madera que espanta las pesadillas. Eros es el príncipe azul que se enamora de la muchacha, aun sabiendo que ésta no está dispuesta a otorgarle sus favores. Misos en cambio es el que culpa a la muchacha porque lo besó cuando posaban para la foto pero luego no quiso otorgarle sus favores, Misos dice: mírala, qué “cariñosa”. Eso dice Misos. Y también Misos descalifica a los amigos, los juzga, los injuria, y luego corre a convencerlos de que quien injurió fue el vecino. Y los convence, porque Misos es persuasivo. Le gusta plantar la semilla de la cizaña y regarla cuidadosamente.

 

Eros es también un solo de guitarra por la noche, cuando la ciudad duerme; es un paseo junto a la perrita de mirada feliz en la madrugada de Madrid. Eros es un triunfador que comparte sus éxitos sin altanería, o un perdedor que acepta tu abrazo de consuelo sin rastro de orgullos heridos. Misos triunfa y se jacta, porque su triunfo tiene únicamente el valor de infundirle el coraje para mirarte por encima del hombro; Misos pierde y comienza a elucubrar su venganza porque tú no has perdido, porque tu humo se eleva y el suyo no.

 

Y todo por culpa de una manzana, y de la conspiración de una serpiente y una mujer aburridas que aprovecharon una siesta del gentil e inocente varón. O así lo interpretan algunos, la interpretación es libre, Eros, Misos, Adan, Eva. La verdad, al ser siempre relativa, no puede hacernos libres ni esclavos. La elucubración, en cambio, nos entretiene y nos ayuda a crear.

 

Feliz cumpleaños, Pablo.

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