Kubrick

Por José Luis Muñoz.
 

Una reciente encuesta entre los amantes del cine ha arrojado un resultado que a nadie coge por sorpresa, aunque podría discutirse. Los cinéfilos votantes de los cinco continentes han proclamado urbi et orbi que el mejor director de cine de todos los tiempos es Stanley Kubrick.No voy a contradecirles. Seguramente si me lo hubieran preguntado a mí la respuesta sería la misma.

 

El perfeccionismo del que siempre ha hecho gala  Kubrick es tan legendario como enfermizo. Ningún director como el de Lolita (1962) agotaba tanto la paciencia de sus actores (que se lo pregunten a Shelley Duval y a Jack Nicholson) y técnicos como él en la búsqueda obsesiva del plano perfecto. Y sí, es cierto, era un verdadero todoterreno, un tipo que metía el ojo en todos los géneros y salía siempre bien parado, con matrícula cum laude, con excepción, en mi opinión, de la comedia: ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú (1964) me sigue pareciendo su film más flojo, un bache en su carrera, una película que a mí no me llega, un festival a la mayor gloria de Peter Sellers, multiplicado aquí por siete, y al que Kubrick también cogió para que destrozara alguna de las escenas de la extraordinaria Lolita (1962).

 

Pero qué duda cabe que Kubrick es y será uno de los grandes del cine, que Espartaco (1960) es, sin discusiones, la mejor película de romanos jamás rodada; que 2001: Una odisea del espacio (1968) es el clásico que renovó la ciencia ficción y no fue superada por ninguna de las obras genéricas posteriores; que La chaqueta metálica (1987) es una de las películas más estremecedoras sobre la guerra de Vietnam, quizá sólo superada por la genial Apocalipse now (1979) de Coppola; que Atraco perfecto (1956) es eso, una película perfecta se mire por dónde se mire; que en El resplandor (1980) tuvo la osadía de filmar una película de terror en grandes espacios siempre iluminados y consiguió que los vellos de los espectadores se erizaran de horror; y que Barry Lindon (1975) sigue siendo, al menos para mí, su película más redonda, el summun de la perfección a todos los niveles: estéticos (ahí está la innovación de iluminar con velas), de tiempo cinematográfico (filmó un duelo en tiempo real)  y narrativo: no hay un solo plano que flojee, sobre o no deslumbre.

 

Le faltó a este aficionado al ajedrez incursionar en el western (empezó a filmar El rostro impenetrable de Marlon Brando, pero lo dejó por desavenencias personales con el endiosado actor) y dejó apuntes para una magna película sobre Napoleón cuando le sorprendió la muerte.

 

El neoyorquino que dio un nuevo sentido a la música clásica en sus películas (nunca Beethoven resultó tan destructivo que escuchado a todo volumen por el drugo Malcom McDowell en La naranja mecánica (1971)) e hizo el alegato más antimilitarista jamás filmado en Senderos de gloria (1957) dejó, antes de partir sorpresivamente de este mundo, un testamento inquietante que es Eyes wide shut (1999), la traslación fiel de la novela del austriaco Arthur Schnitzler que transcurre en un Nueva York de estudio (Kubrick, que viajaba por el espacio en sus películas, tenía pánico a volar) en vez de la Viena original, una película que es un poco compendio de toda su obra anterior y en donde con sólo ver a Nicole Kidman desnuda y escuchar sus diálogos bajo los efectos de los porros, el espectador se siente suficientemente recompensado.

 

Siento contradecir a Fernando Trueba: Kubrick es dios, con permiso de John Ford.

 

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