Las mascotas más divertidas

Por Recaredo Veredas.

 

Los hábitos del humano occidental resultan tan inexplicables como contradictorios. Es importante documentar sus costumbres porque cuando desaparezca de la faz de la tierra sus prácticas serán interpretadas según nuestros criterios de coherencia y la verdad se esfumará para siempre. Por ejemplo, nadie interpretará correctamente su infatigable deseo de huir en cuanto puede del lugar que ha elegido como residencia. A tan curiosa actividad la denomina vacaciones y si el destino de la huida es un paraje lejano –dentro de su modesto concepto de lejanía- la denomina turismo. Pero no todos los recorridos turísticos merecen la misma consideración. La valoración parece proporcional a la distancia de la huida. Es decir, cuanto más remota y costosa es la fuga, mayor es la aprobación que concita en el resto de humanos occidentales. Resulta paradójico que malgasten tales cantidades de sus escasas energías y recursos, y más en el tiempo que destinan al descanso, pero nada preocupa más a un humano que la aprobación de sus congéneres.

 

A propósito, muchos estudiosos de los humanos occidentales afirman que lo más importante para nuestro objeto de análisis es la acumulación de títulos de intercambio de bienes, más conocidos como dinero, pero mi experiencia afirma lo contrario. Para los humanos occidentales lo más trascendente es que sus congéneres les consideren superiores. Tan curiosa patología, en cuya consecución se puede dilapidar toda una vida, se denomina búsqueda de estatus. La enfermedad alcanza su cota máxima en la celebración de los rituales de apareamiento –conocidos como matrimonio, un extraño fenómeno cuyo estudio requiere todo un manual-. Parte de dichos rituales es un agotador viaje a las tierras más lejanas que la precaria tecnología occidental puede alcanzar. Es decir, islas remotas, rodeadas por vegetación y animales salvajes, separadas por catorce horas de vuelo y ocho horas de cambio horario. Es decir, lugares hostiles que requieren una prolongada adaptación, en la que suele emplearse la mitad del tiempo supuestamente vacacional.

 

La limitada capacidad motora de los humanos occidentales les impide desplazarse al otro lado del planeta con sus propias extremidades. Para tales medios han creado diversos engranajes más o menos complejos impulsados por combustibles fósiles. El más popular es el denominado coche. Es una caja metálica con ruedas cuya propiedad es uno de los elementos que más y mejor definen el estatus. Porque, aunque parezca increíble, no todos los coches son iguales. Los seres humanos occidentales los etiquetan y cada etiqueta aporta más o menos puntos al estatus. Por ejemplo, los vehículos cuya marca procede del minúsculo territorio denominado Alemania aportan más puntos que el resto. La interpretación de las causas debe reservarse a auténticos expertos, aunque ni siquiera ellos han alcanzado un acuerdo definitivo. La demencia alcanza el extremo de puntuar de distinta forma a vehículos que tienen el mismo motor pero etiquetas distintas. Pero el coche solo es válido para distancias terrestres. Para trayectos largos utilizan un cilindro metálico con alas denominado avión. Su posesión solo está al alcance de quienes acumulan muchos títulos de intercambio de bienes. Ser dueño de un avión aporta muchísimo estatus.

 

Los humanos suelen regresar exhaustos de sus huidas. Y a veces muy enfadados a lo que, además del cansancio que implica cualquier fuga, contribuye la convivencia viciada con su compañero o compañera de apareamiento a quien, durante el tiempo denominado normal, apenas ve un par de horas al día. Sin embargo, la necesidad de mantener el estatus les obliga a fingir que lo han pasado muy bien. El fingimiento es otro de los pilares de la sociedad humana. De hecho, si no existiera la sociedad occidental desaparecería, lo que no podemos permitir: nunca encontraremos, por mucho que busquemos, unas mascotas más divertidas y pueriles.

 

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