Mil motivos para tirar piedras (o dejarlas donde están)

Por Nabor Raposo.

 

Foto: A. Sillitoe

No es la primera vez que sucede, ni será la última. Brixton, 1981. También en Tottenham, en el año 1985. Este verano, y por enésima vez, los jóvenes ingleses de la clase obrera –obrera, marginal, desamparada– se han liado la manta a la cabeza y llenado de piedras los bolsillos: no únicamente para reclamar lo que es suyo –programas sociales que sufrirán recortes de presupuesto para pagar, precisamente, los desaguisados de la banca–, no para denunciar las desigualdades sociales entre la clase media y las minorías étnicas; ni siquiera para poner en evidencia un sistema y un gobierno que, sea del color que sea, detestan por principio. La rabia no es sino una manifestación de su propia impotencia, y el estallido la única compensación que obtener de la cruda realidad. Porque las cosas no sólo están mal, sino que estarán mucho peor.

Pero ¿acaso se ha avanzado tanto, en materia social, durante los últimos cincuenta años? ¿No siguen siendo igual de abismales las desigualdades entre las clases acomodadas y los sectores más desfavorecidos; exactamente igual de grandes que hace medio siglo? ¿Qué nos hace pensar que las cosas pueden ponerse aún más negras? Y si todo sigue igual, acostumbrados como deberíamos estar a ir cuesta abajo, ¿cuál es el problema, entonces?

La gente armaba demasiado jaleo por cosas inútiles”: toda una declaración de intenciones sobre cómo afrontar la situación, con indolencia y pesimismo a partes iguales. Este es Arthur Seaton: el antihéroe  despreocupado e inconformista de los sábados por la noche; el infeliz desheredado de los placeres de tantos y tantos domingos por la mañana. Ligón de medio pelo, alcohólico de fin de semana y baja estofa en los pubs más grises y decadentes del Nottingham frío, lluvioso y gris posterior a la II Guerra Mundial; trabajador extenuante, soñador, violento y joven. Un chaval de veintidós años resentido con su época, pero demasiado confuso y contradictorio como para luchar por algo más allá de los placeres transitorios: “Te pasabas el resto del día en las nubes, y por la tarde, […] salías de la fábrica al cálido mundo de los pubs y las chicas ruidosas de vida alegre que algún día te proporcionarían materia prima para seguir en las nubes cuando estuvieras junto al torno”.

Siempre que hay algo de resignación, existe algo de esperanza; algo que funciona como una especie de expectación obstinada que nos hace siempre caminar hacia delante, hacia el pub de la esquina los sábados o hacia el estanque los domingos, para pescar. Caminar, cuando no correr, como hacía aquel que fuera tal vez el personaje más famoso de Alan Sillitoe (Nottingham, 1928-2010), Harry Smith (La soledad del corredor de fondo; llamado Colin en la versión cinematográfica), quien sólo vivía por y para completar sus carreras de fondo campo a través, adentrándose en el bosque, mucho antes de que sus compañeros de reformatorio bajasen a desayunar. Tanto Smith como Seaton (y el propio Sillitoe en su juventud) fueron arrollados por el sistema, por la sociedad y, en mayor instancia, por la vida; pero no por ello se dieron por vencidos. Simplemente, se las arreglaron como mejor pudieron, dentro de unos límites (la comodidad del hogar, Seaton; las carreras por el bosque, Smith; la escritura, tal vez, para Sillitoe) que jamás llegarían a traspasar, y ellos lo sabían; de modo que hicieron todo lo posible para convertirlos en su parcela personal, en el único sitio donde podían ser felices porque era, de hecho, su única posesión, o algo que llegarían a alcanzar algún día y sin mucho esfuerzo. La libertad, o mejor dicho, su falta, no se convirtió en una cárcel para ellos, sino todo lo contrario: era el propio anhelo de una utopía lo que les permitía soñar y ser libres. Porque, del mismo modo, sabían que la única manera de ganarse la libertad y cambiar su destino era conquistándola con dinamita, y eso es algo para lo que o se nace, o simplemente se idealiza.

En efecto, Seaton, compendio de frustraciones y sueños, será capaz de beberse un número indefinido de Black-and-tan para acabar rodando escaleras abajo en el pub mugriento de turno; instar a su amante –y esposa de uno de sus compañeros de trabajo– a abortar en una caldera de baños de ginebra; zurrarse con cualquiera que le levante la voz sin pensarlo demasiado. Pero también sentirá otras necesidades, acotadas quizá por la desorientación propia de los jóvenes sin otro futuro que el presente que conocen y sin posibilidades reales de escapatoria ante un destino convencional que, precisamente por convencional, termina por estrangularles. Necesidades universales: el amor, la familia, la paz. Y no en el sentido vaticano, precisamente; aunque estos pilares constituyan, en el caso que nos ocupa, la salvación en vida.

Sábado noche, domingo por la mañana, primera novela del autor y publicada en 1958, se constituye como la clásica novela de iniciación, con un marcado contenido social y reivindicativo que colocó a Sillitoe a la cabeza de los Angry Young Men (movimiento literario surgido en Inglaterra en los años ‘50 del siglo pasado y compuesto, además del propio Sillitoe, por Harold Pinter, Bill Hopkins o Kingsley Amis, padre de Martin Amis, entre otros); una obra que bucea en la conciencia de la desorientación, en la valoración de la experiencia, en el amor, la fe en el resentimiento y la más descarnada desesperación: “Soy un cabrón que quiere joder al mundo, y no es de extrañar, porque el mundo pretende hacer lo mismo conmigo”.

“Ay, por Dios, que vida más dura si no te rindes, si no evitas que ese gobierno cabrón te revuelque la cara en el estiércol, aunque no puedes hacer gran cosa para impedirlo, […] pero al final da igual a quién votes porque el gobierno seguirá poniéndote sellos por toda la jeta hasta que no puedas ver ni a tres palmos. Y lo que es más: te obliga a que seas tú mismo quien les compre los sellos. Te tienen agarrado por los huevos, por la columna y por la calavera. Quizás hasta piensen que vas a acudir como un perrillo a sus pies cuando te den un silbido”.

He aquí la Gran Literatura: los mismos problemas, los mismos motivos. Distintas reacciones que, a menudo, se complementan, y nos ayudan a comprender.

Las mismas piedras, una y otra vez. Hasta que se acaben.

Sábado por la noche y domingo por la mañana. A. Sillitoe (traducción del inglés a cargo de Mercedes Cebrián). Impedimenta, 2011. 308 págs.

One thought on “Mil motivos para tirar piedras (o dejarlas donde están)

  • el 7 septiembre, 2011 a las 8:26 am
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    Los cóctel molotov y las piedras de Sillitoe eran sus libros. Tú lanzas afilados artículos. Cada uno lanza lo que tiene a mano contra esta falta de libertad que, paradójicamente y como tú muy bien dices, nos da vidilla.
    Un abrazo

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