Guía irracional de ayer (sobre Francisco Umbral)

Por Alberto Masa.

Foto: Francisco Umbral.

«¿Vivía para acumular prosa o es que todo se me convertía en literatura, como a los personajes de los cuentos se les convierte en oro? Siempre tuve, en todo caso, esta sensación de falsedad, esta conciencia de monedero falso, de estar acuñando otra cosa, secreta y mía, en lugar de vivir libremente, abiertamente, desnudamente, en contacto violento con la realidad, como mis amigos. Hoy, reflexionando sobre los cuadernos de Luis Vives, comprendo que el escritor es un falsario nato, un ser que busca el oro alquímico en los sótanos de sí mismo. La literatura, esa cosa aún poco conocida, se interponía entre la vida y yo. Se ha interpuesto siempre, lo cual equivale a no haber vivido» (Francisco Umbral. Los cuadernos de Luis Vives).

He leído mucho Umbral y no sé cómo era su mundo. Las últimas columnas las leí con un pincho en el bar de Pepi. Seguía siendo fiel a un estilo multiforme, siempre sorprendente, a la vez, en su búsqueda de matices que dieran, si no un sentido, una excusa y también una continuidad al hombre cualquiera que camina por el pueblo de provincias, por Madrid o por el mundo. Ahí residía el fondo y ahí residía la voz, la que hace a una provincia y a una capital, a un país y a sus maneras (con sus maneras), y a una respuesta nacida de su proposición… porque sin el que anda no hay lectura que se tenga en pie y menos, claro, que siga tomando chatos desde el suelo. Y es desde el suelo que el hombre –Umbral, en este caso-, en su manera castellana, leía aquello de la interrupción que procede de lo sublime y no ya del propio hombre, entre las líneas que le iban saliendo para hacer una columna o una novela donde siempre perdían los mismos y, al mismo tiempo, ninguno de nosotros.

Están todos, los que están y los que no y responden (o menos) a una conciencia que los encuentra a la manera de Diógenes –en su penumbra y lugar- como el artista sempiterno que no ha hecho del arte nada pero que deja que la soledad le toque el saxofón un poco; y el arte (o lo que sea) termina haciendo por él como hace una manzana por el simbolismo (en poesía –o lo que eso sea- o en religioso, surrealista o preparador de ensaladas). Porque las respuestas las da el hombre que camina como le son dadas al mismo por la cosa de caminar, que en algunos artículos del autor también son algo (otra cosa) de provincias –en muchos-.

Uno supone que, para Umbral, hacer mitología de lo ocurrente es una cosa periódica y hacer un uno de los españoles (por ejemplo) pasando por la cosa mental que daba el pensador germano y lo sutil que se figura en la contracultura francesa de finales del XIX; aparte siempre la rosa, que era juanramoniana o rilkeana (si no una cosa muy bruta, como de Cela) respondía a una devoción y necesitaba nuevas para alimentarse, y que ahí se explique que quisiera ser alguien importante en pequeñoide, alguien que se viera por un momento en lo proyectado como el proyecto que cumplió hace mucho tiempo y, toma piña, que va y lo hace como quien no quiere el trasto, o lo quiere sólo para todos los demás.

Y quiere la vida como quiere el hambre (de una manera literaria siempre), y luego quiere la izquierda como quiere a Baudelaire, por un coso de ciencia más que de principios –aunque de principios también-. Y pasa que, dadas las paradojas que uno mira al vivir muchas, a quien ha sembrado una escuela le empiezan a llover los gorros esos que dan de licenciado para hacer la foto, de una manera sociológica antes que política y natural antes que por ocurrencia del tiempo solamente.

Sin olvidar, Paco, que tuviste la peor muerte que hay, que es aquella, ay, que se realiza en un hospital.

Y se ha muerto Umbral y se va a morir Zúñiga (aunque a Zúñiga no le mate eso –aquello de la estatura asimilada en el hombre que hace el premio- como a Umbral) y uno no sabe quién le va a contar esas historias. Un día le vi por la calle y no le dije nada. Se me hacía que para qué, y ya sabía aquello que dice –en alejandrino- en una obra maestra como “Mis paraísos artificiales”:

“Sólo quiero que el pecho donde un niño me llama

no se quiebre de pronto con un golpe de viento

quiero que el hondo niño, deslumbrado y lejano,

viva en el relicario funeral de mi vida”

Acá remite a muchas cosas, además de hacia su vida y obra, hacia el lugar necesariamente ambiguo –y proyectivo- del narrador, el que está en ambos lados a un tiempo y sabe de uno en el contrario, así como a España, al mismo tiempo que al niño que quería vivir con aquel otro, oscuro, que quiso cortarse el corazón en alta mar. Abarca el memorialismo -lo hace suyo- como abarca una generación que sale de Gómez de la Serna y no ha acabado todavía, y predica la columna desde Ruano como desde el santo Simeón, mientras ve pasar a los gatos de la terraza al saloncito. Siendo todo ello, uno puede ser un sacrosanto o, cuando menos, un pobre diablo. Y todo el mundo sabe (a estas alturas de su muerte) que Umbral era las dos cosas, además de, como dijera de Lorca, un poeta que, más que levitar, gravita. O gravitaba.

Yo a Umbral es que me pasa que no me lo creo, aunque me crea casi todo lo que leo y nunca me he explicado cómo ha podido escribir tanto y, hoy, he entendido por qué y es porque me he creído más a los imposibles que a los de este lado, más a Wilde que a Tolstoi y más a Jordan que a Magic Johnson; más al extraterrestre que al ET -triunfal o no- que somos todos, y creo que nos pasa eso a muchos, jovenzuelos -lo digo deshonestamente-, que se nos han olvidado muchas cosas y es que, al mismo tiempo, las hemos aprendido mal –o solamente al revés-.

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