Willa Cather y su amor por el viejo Oeste.

Por Samantha Devin
Cuando descubro una joya como La muerte llama al Arzobispo de Willa Cather, me pregunto cuántas novelas desconocidas, de esas que nadie parece haber leído nos estaremos perdiendo. Willa Cather es una de mis escritoras favoritas. De ella ya había leído The professor’s house y My Antonia, y tengo en mi poder, O Pioneers. Mi pasión por los westerns y la vida de esos pioneros que se aventuraron en el viejo Oeste me hizo descubrirla hace años. Cather vivió sólo algo después de esa época irrepetible en un lugar donde la aventura era todavía parte de la vida de los hombres. La colonización del Oeste es su tema y materia. Ella misma es ejemplo de la dureza y la resistencia características de las tierras fronterizas. Su familia emigró dentro del mismo país hacia ese Oeste que representaba la esperanza de un nuevo comienzo.
La muerte del Arzobispo es una de las novelas más curiosas e inclasificables que he leído y también una de las que más he disfrutado. Sus personajes principales son dos curas franceses que se dedican a viajar como dos cowboys por planicies, desiertos y parajes áridos y colosales con la única misión de cristianizar en lo posible a indios y mejicanos. Cather se basó en la vida del primer Arzobispo de Santa Fe, Jean Baptiste Lamy y en su amigo y compañero el padre Machebeuf para escribir la novela. No es un mero relato biográfico, es un análisis de la fe, de la creencia en un mundo mejor y de la responsabilidad personal para conseguirlo. Después de leer la novela entiendo e incluso admiro la tenacidad de aquellos misioneros que arriesgaban sus vidas para ofrecer a otros lo que ellos consideraban la salvación. Hoy semejante osadía nos parece ridícula y como los ejemplos presentes y los relatos históricos sólo se centran en los hechos sangrientos que los colonizadores protagonizaron, pasamos por alto la labor minuciosa y amorosa que cientos, miles de religiosos de buen corazón y buena intención llevaron a cabo en esas tierras. No hay que olvidar que dentro de aquella gran injusticia hubo personas que verdaderamente querían ayudar a los nativos. Por supuesto no eran la mayoría y los intereses económicos eran el motor de toda aquella barbarie. Pero con la novela he logrado comprender y conocer a esos pocos, descubrir como de comprometidos estaban esos misioneros con sus votos franciscanos y la forma en que arriesgaban y maltrataban sus vidas para llevar la palabra de Dios. Hay en la novela un aire de esperanza, de milagro representado por los dos curas. Sus incansables correrías por esos lugares inhóspitos, por tierras hostiles y paisajes letales es una prueba de amor, de desapego, de sacrificio. Los verdaderos misioneros no tenían nada, eran más pobres que los nativos. Comían poco y mal, dormían sobre piedras en medio del desierto, bajo tormentas de arena y fríos insoportables, viajaban de un lugar a otro con la esperanza de salvar almas. Porque todas esas penurias no eran nada comparado con perder el alma o con tener la responsabilidad de que otras se perdieran. Así lo creían. Y es curioso pensar que hubo una época en la que teníamos alma y que ese alma era lo más valioso que poseíamos. En la novela todo se mueve alrededor suyo.
Esos misioneros, los de Cather, eran además hombres duros, exploradores y civilizadores que querían mejorar las condiciones de vida de los nativos. No sólo llevaban la palabra de Dios, enseñaban a leerla y escribirla, enseñaban a cultivar, a cocinar, a forjar el hierro, a construir edificios duraderos y hermosos. Enseñaban a quienes en su época vivían mucho más “atrasados” socialmente, a depender menos de los elementos, a hacer de las necesidades básicas un arte, y ser, en definitiva, más hombres.
La novela además muestra la diferencia que existe entre mirar y comprender, o mejor, entre mirar sin saber y mirar con conocimiento. Para alguien, un turista por ejemplo, que llegue a la Saint Chapelle de París sin creencias religiosas, sin saber lo que significaba aquel derroche de belleza y sublimidad, sin saber que lo que allí se trataba de representar era un éxtasis religioso, que se pretendía proyectar la luz que desciende del paraíso, o alargar el anhelo humano hasta conectarlo con Dios… todo eso no significará nada. Ese turista sólo verá mil colores, algo “bonito”, pero nunca sospechará lo que no ve, todo aquello que se pierde simplemente porque no sabe por qué y para qué se erigió semejante monumento a la santidad. Entrará, mirará y se marchará a ver otra cosa sin “usar” ese espacio sagrado. El único que habrá perdido será él mismo, pero como eso tampoco lo sabe quizá no tenga importancia.
 
En la novela he descubierto lo significativo que era para los nativos mejicanos toda la puesta en escena de la religión católica. En un párrafo dice: “Arrodillado junto a la mujer (el obispo) pudo sentir el enorme valor del altar, para quien, como ella, nada poseía: los cirios, la imagen de la Virgen, las figuras de los santos, la cruz que privó de indignidad al sufrimiento y convirtió el dolor y la pobreza en formas de comunión con Cristo. (…) Le pareció que podía sentir todo lo que para ella significaba que hubiera una Señora Bondadosa en el cielo aunque en la tierra las hubiera tan crueles”.
La muerte del Arzobispo es asimismo un retrato poético del paisaje de Nuevo Méjico, de Tejas, Arizona… poético y duro. Pero como ocurre con Meridiano de Sangre de McCarthy toda esa dureza está al servicio de una labor: la de dotar a la tierra de un poder más allá de lo humano. Para los nativos su tierra es el origen de lo sagrado. Su religión, sus creencias, nacen de la tierra que pisan. Ella es la que impone los ritmos, los rituales, las condiciones, y el hombre sólo puede rendirse ante su poder. Es, como se dice en la magnífica introducción de Cátedra: “un paisaje primigenio y titánico, hecho de excesos, que parece dominar a su gusto la vida de los mortales”.
(La introducción en su labor analítica hace honor a la novela. Siempre que un libro esté editado por Cátedra es imperativo comprar esa edición. Todos los prólogos son inteligentes, reveladores, exquisitos. Es un añadido al libro que se adquiera.)
Podría seguir hablando de la novela porque tiene muchas, muchísimas más cosas destacables pero si algo me apasiona es esa fe vívida y real que mueve a los dos protagonistas, ese regalo del que disfrutaron nuestros antepasados sin vergüenza ni necesidad de ocultación, ese amor por los milagros y el recogimiento del rezo, y la sensación de ser visto, amado y cuidado por un orden atento y generoso. En la novela hay maravillosos ejemplos de fe y de milagros y de todo eso que hace de la religión una “emoción” tan misteriosa y necesaria. No el dogma, no la jerarquía, no el fanatismo, si no ese sentimiento íntimo y personal que nos conecta con algo más grande y que nos llena de alegría sin ninguna razón concreta. En La muerte llama al Arzobispo se respira santidad. Es una novela que como todas las buenas novelas no debería acabar. Desde nuestra perspectiva moderna es anacrónica y absurda hasta extremos insospechados, pero prescindiendo de caretas y prejuicios, de recelos y clichés, emana de ella una añoranza mística por esos símbolos y misterios del pasado que sospechamos nunca volverán, porque ya casi todos nos hemos convertido en turistas.

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