San Manuel Bueno, mártir: la imposible (re)creación de la figura unamuniana en la era tecnológica

 

Por Carlos Javier González Serrano.

 

Son numerosas las obras que, a raíz del fallecimiento de Steve Jobs, se están publicando y vendiendo de manera masiva en el mercado editorial aprovechando el tirón de sus atractivos periplos biográficos. Por otra parte, podemos preguntarnos de la mano de este acontecimiento, que ya trasciende lo meramente circunstancial, en qué cree hoy un mundo casi absolutamente absorbido por el desarrollo tecnológico.

 

 

En su Vida de Don Quijote y Sancho, obra publicada por Unamuno en 1905 (coincidiendo con el tercer centenario de la obra de Cervantes), el autor convierte la inmortal obra de las letras hispánicas en una exhortación de carácter moral y religioso, en la que Don Quijote encarna la fe, dándose a la aventura de crear un mundo ideal y surgido de la voluntad del caballero andante. Desde luego que para Unamuno Don Quijote supone en primer lugar un personaje creado por Cervantes, pero aún más importante es su carácter de realidad con independencia del relato mismo –y con independencia, también, de quien lo creó: «sólo existe lo que obra y existir es obrar, y si Don Quijote obra, en cuantos le conocen, obras de vida, es Don Quijote mucho más histórico y real que tantos hombres, puros nombres que andan por esas crónicas», explica don Miguel.

 

 

De forma similar a lo que ocurre en Niebla, el personaje adquiere en las obras de Unamuno el ser de la idea platónica, erigiéndose de este modo en una suerte de modelo arquetípico del que su creador echa mano para presentarlo a los lectores. Así, lo que el rector de Salamanca quiere decirnos es que la realidad constitutiva del personaje trasciende las letras impresas al situarse en el obrar, en la acción, y tal es su verdad: el hecho de que obra, es decir, que produce efectos en el mundo.

 

 

Si la vida es sueño, ¿por qué hemos de obstinarnos en negar que los sueños sean vida? Y todo cuanto es vida es verdad. Lo que llamamos realidad, ¿es algo más que una ilusión que nos lleva a obrar y produce obras? El efecto práctico es el único criterio valedero de la verdad de una visión cualquiera.

M. de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho

 

 

A diferencia del Quijote de Cervantes, el de Unamuno tiene por principal misión la de despertar al país de su modorra de siglos, empleando el mito quijotesco con el objetivo de convertir al caballero en predicador de una cruzada que imprima el juicio crítico en la sociedad de su tiempo, una necesaria renovación, aunque por ello el héroe acabe por no poder tener amigos, por ser a la fuerza un solitario. Más allá de erigir imágenes elitistas del genio (como las defendidas, por ejemplo, décadas antes por Goethe o Schopenhauer en Alemania), Unamuno estima que el héroe encarna y actualiza el ideal de la colectividad: «no es el héroe –escribía el bilbaíno– otra cosa que el alma colectiva individualizada, el que por sentir más al unísono con el pueblo, siente de un modo más personal: el prototipo y el resultado, el nodo espiritual del pueblo».

 

 

Sin embargo, ¿en qué «cree» hoy el pueblo, los habitantes de esta sociedad globalizada? A diferencia de lo que ocurre en San Manuel Bueno, mártir, novela en la que su protagonista representa la figura trágica por antonomasia de la existencia humana tal y como la concibe Unamuno, asistimos a una crisis de valores de la que se desprende un devenir siempre apegado a las nuevas formas de tecnología y, en paralelo, de comunicación. El patrón de conducta lo imprime el modo en que la acción se realiza (el medio, digamos), y no el porqué o bajo qué fundamentos es llevada a cabo.

 

 

Don Manuel, por todos es sabido, no cree en lo que predica; pero lejos de emplear Unamuno a su protagonista de modo volteriano (véase como ejemplo el Cándido) para mofarse de él, lo emplea como instrumento para expresar el drama de aquel que estima que ha de mentir para hacer feliz a sus semejantes.

 

 

¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella. […] Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirán.

M. de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir

 

 

Al margen de cuestionar ahora la conducta del santo de Valverde de Lucerna (lo que nos ocupará en otro momento), lo que parece incuestionable es la falta de cabezas visibles que en la actualidad se sacrifiquen por una verdad que, acaso en su falsedad, puedan fomentar el desarrollo de la individualidad al margen de la masa.

 

 

Las nefastas consecuencias del capitalismo para la valoración del hombre y de la mujer como seres individuales hacen un flaco favor a su consideración como potenciales fuentes de acciones originales, lo que tiende a su vez a considerar a las personas como meras mercancías –de las que se ha vaciado su contenido específicamente humano, lo que nos es común a todos por encima de todo, más allá de cualquier diferencia de aptitud. No otra cosa quiere decir la expresión, tan de modo hoy en día, «recursos humanos», que tan a menudo he criticado en este y otros espacios.

 

 

Si por algo se distingue san Manuel Bueno de los líderes actuales, aparentemente creados en cadena, es la no estimación de los hombres por su valor de cambio, sin querer ignorar nunca que el mercantilismo es lo que en última instancia facilita la consideración de las personas como simples herramientas que conducen a un fin, evidentemente económico, más alto.

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