Pushkin en el Cáucaso

Foto: Consuelo De Arco

Por Antonio Costa Gómez.

Una vez, Consuelo y yo fuimos por tierra hasta el Cáucaso. Unos amigos mezquinos nos ningunearon ese viaje, dijeron: no vale nada porque no os secuestraron, pero nosotros tuvimos vivencias infinitas e inolvidables. Nunca lo olvidaremos. En Dilijan, en las montañas de Armenia, nos alojamos en casa de un matrimonio fascinante, Gazar era un pintor con fuerza y dirigía el museo de arte donde guardaba una obra de Correggio, Nune hablaba con música y cocinaba con mucha sensibilidad.

En Dilijan, que significa “las bellas palabras”, visitamos iglesias con kachkars (cruces de piedra con grabados exquisitos y líquenes), lagos solitarios y casas para músicos entre los bosques. Y nos acordamos de que por allí pasó Pushkin a principios del siglo XIX, atravesó el Cáucaso con el cadáver de su amigo Griboiedov, al que mató una turba en Persia porque escondió en la legación diplomática a un amigo armenio. Iba a través de las montañas con el cadáver de su amigo poeta, y se detuvo a descansar en Dilijan, «la dulce Dilijan», donde se consolaba Vassili Grossman, el autor de “Vida y destino”, de las brutalidades angustiosas de Stalin.

Y recordé esa inmensa obra, Eugenio Onieguin, una novela en verso, donde el seductor Onieguin en mitad de los bosques seduce a la triste y silenciosa Tatiana, que le dice: «¿No fuiste tú, mi querida visión / quien centelleó en el vacío transparente». Y la deja allí, en su querido invierno ruso: «le encantaba su gélida belleza, / los días de helada, ver la escarcha bajo el sol, / los trineos, ver bajo la aurora tardía / el resplandor de la nieve enrojecida». Pero, años después, regresa a buscarla, no pudo olvidarla, y Tatiana, la inolvidable Tatiana, le dice que también lo ama, pero que no se irá con él, y llena de personalidad y de vida lo deja irse solo, con su seducción y su soledad.

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