Un tal Marlowe

Por Nabor Raposo

 

Despacho 615, Edificio Cahuenga; Hollywood Boulevard. “Uno de esos edificios que eran nuevos por la época en que los cuartos de baño alicatados se convirtieron en la base de la civilización”. Una habitación y media en la parte trasera del séptimo piso. La media habitación era parte de un despacho que se ha dividido para conseguir dos pequeñas salas de espera. En la sala principal, una réplica de Rembrandt, un juego de ajedrez con piezas de hueso rojo y blanco y un escritorio de buena calidad pero desgastado; un par de sillas, una enfrente de la otra. En el último cajón del escritorio, una botella de Old Taylor; tal vez Canadian Club, Old Forester, Chasers o Four Roses. Y una automática Colt del 38: un treinta y ocho largo con cañón de quince centímetros.

 

Un despacho tan acogedor como un labio partido.

 

No cuesta imaginar a alguien como Raymond Chandler (1888-1959) trabajando en un lugar así. Alcohólico convencido, depresivo militante, suicida tan torpe como insistente; alguien que, a pesar de todo, decidió ser escritor mucho antes de convertirse en todo eso, y elevar con su propio talento el rango de la novela negra a las más altas cotas de nobleza en el escalafón literario, al alimón junto a su admirado Dashiell Hammett. Ambos compartían la misma forma de operar, pero a través de dos estilos diferentes; complementarios por casualidad, tal vez por necesidad, bucearon en las mismas aguas pero en submarinos alejados a cien leguas luz de la misma corriente. Los dos construyeron pequeños matices en sus ficciones, aparentemente paralelas, que lograron levantar por sí mismas dos universos propios y claramente diferenciados, aunque los matices de las vidas de sus creadores estuvieran separados por un universo mucho más grande. La diferencia no es accidental, como apunta James Ellroy: mientras Hammett escribía sobre el personaje que realmente era, Chandler se sacó de la manga al que le hubiera gustado ser.

 

La puerta de ese despacho nunca estaba cerrada con llave, por si acaso llegaba un cliente y estaba dispuesto a sentarse y esperar. Normalmente todo estaba tan silencioso que uno podía escuchar cómo las ratas se peinaban el bigote, aunque de vez en cuando alguien marcaba el 7537 de Glenview e invadía la calma con la incómoda estridencia del teléfono. Había visitas de vez en cuando, pero la mayoría de los improbables clientes acababan saliendo por la puerta como una hoja arrastrada por el viento.

 

En esa puerta sólo había escrito un nombre. El nombre de un tal Marlowe.

 

Desde un punto de vista teórico, podría decirse que pocos personajes han ejercido tanta influencia en sus predecesores como Philip Marlowe. Casi todos los detectives de novela negra, después del propio Marlowe –con permiso de Sam Spade–, no hacen sino repartirse y jugar con algunos de los atributos que le hicieron célebre, y que dibujan una personalidad inolvidable y tantas veces reproducida con mayor o menor acierto en la distorsión, dependiendo de la suerte que haya tenido el autor al dibujar su particular detective en la obligada vuelta de tuerca.

 

Porque el magnetismo de Marlowe es indiscutible. Algo de héroe, mucho de perdedor y una pizca de mito: atrapado en su destino como un colibrí dentro de un salero. La clase de tipo duro capaz de contarte el dinero que llevas en la cartera sin sacarla de la chaqueta. Frío como los pies de Finnegan el día que lo velaron, irónico hasta la desesperación, incorruptible como unas esposas sin cerrojo y solitario como un faro. Muy sentimental…

 

… y honrado. Dolorosamente honrado.

 

En el oficio, algo tan poco frecuente como una cebra de color rosa.

 

Nunca llegaremos a saber mucho más de él, de Philiph Marlowe, y lo poco que sabemos se lo debemos a las dos historias cortas y siete novelas –sin contar aquella que Chandler dejó sin terminar– escritas entre mediados de los años treinta y mediados de los cincuenta; la época dorada de Hollywood, el Hollywood de las actrices que cantaban como si se creyeran lo que decían (“hay rubias y rubias y a estas alturas esa palabra es casi un chiste”) y que, colgadas del brazo de algún tipo duro, se mataban a gimlets en alguna casa de apuestas ilegal de Bay City. La clase de tugurio donde un sabueso encaja tan bien como una cebollita para cóctel en un banana-split. El escenario perfecto para que el instinto de Marlowe se sacuda con una de sus frecuentes y poco fiables corazonadas.

 

Marlowe es Marlowe, precisamente, por sus múltiples complejidades ocultas tras esa aparente sencillez, por esas pocas pero muy férreas convicciones que esconden detrás un tipo muy especial de ambigüedad inclasificable. “Podría seducir a una duquesa, pero estoy seguro de que nunca mancharía a una virgen”, dijo de él su creador. Por ello, su personalidad, de naturaleza melancólica, resulta muchísimo más cautivadora y estimulante que su pragmatismo e inteligencia a la hora de hacer su trabajo. Marlowe es Marlowe porque nos da igual a dónde nos lleve, con tal de viajar con él.

 

La mirada que Chandler imprimió a su personaje resulta aún hoy despiadadamente auténtica, cínicamente perspicaz e insultantemente verosímil. Puede que sus lecturas no sean infinitas, pero resultan tan brillantes como una buena partida de ajedrez, como esas partidas que Marlowe repasa continuamente en su librito en rústica publicado en Leipzig, donde uno puede encontrarse con algo tan deslumbrante como un gambito de Reina o repasar alguna partida de Capablanca: “[…] Ajedrez bello, frío, sin escrúpulos, casi siniestro de puro callado e implacable”.

 

Ciertamente, y es una lástima, puede que haya un principio y un final en el universo de Raymond Chandler. Tal vez el único consuelo que nos quede sea tener a mano la impagable compañía de un tal Marlowe de vez en cuando, para que nos haga olvidar algunos dislates de un género donde abundan la falta de originalidad, las tramas totalmente previsibles y los tipos duros tan monótonos como sólo pueden serlo los tipos medianamente duros: igual que jugar a las cartas con una baraja que sólo tiene ases.

 

Las siete novelas y los dos relatos protagonizados por Philip Marlowe están recogidos en el volumen ‘Todo Marlowe’ (R. Chandler); RBA (Serie Negra; 1.391 páginas).

One thought on “Un tal Marlowe

  • el 29 diciembre, 2011 a las 9:53 pm
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    Genial artículo. Muy chendleriano, de hecho. Dan ganas de salir corriendo a comprarse las siete novelas (apropiado número).

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