Black Mirror (y II): el espejo nunca miente

Por Víctor Mora.

 

La tostadora se ha vuelto asesina.

Los Pegamoides.

 

Lo bueno de las series inglesas es que ponen al espectador en jaque. Conjugan el elemento social más cercano con la ficción más disparatada para crear un totum revolutum imposible. Imposible pero verosímil. Ficción, sí, pero absolutamente viable.

 

La tecnología, nebulosa creciente que abarca cada vez más ámbitos de nuestra vida, es el elemento cercano en este cómputo; la ficción se conforma en tres historias que poco tienen de futuristas, como muchos articulistas y críticos se empeñan en recalcar; no: es bien real y bien presente.

 

En el primer capítulo (El Himno Nacional) el planteamiento es demoledor. La princesa del país ha sido raptada y, a través de un vídeo grabado por el secuestrador, hace llegar al primer ministro el siguiente mensaje: la condición para no ser asesinada es que éste (el primer ministro de Inglaterra), esa misma tarde, en directo y en un canal público, tenga sexo con un cerdo.

 

La inmejorable puesta en práctica de la fábrica de ficción inglesa, conduce el desarrollo de esta trama de manera impecable. Trata los temas asociados a ella con la subversión correcta, no entra en concesiones sensacionalistas ni se excede en el dramatismo más de lo necesario. Los temas que tanto parecen destacar, como la humillación del ser humano o el condenable voyeurismo popular, son sólo la tangente del principal: la escandalosa ausencia de censura.

 

Todo lo tangencial de El Himno Nacional se desarrolla por un factor principal: la tecnología ha revolucionado los medios de comunicación.

 

El vídeo en el que la princesa lee, entre lágrimas, las zoofílicas exigencias de su secuestrador, está subido por el depravado usuario a un servidor corriente. El verdadero problema al que se enfrenta el primer ministro y su equipo de confianza es que el vídeo en cuestión ya tiene más de 50.000 visitas.

 

Han intentado borrarlo, pero al hacerlo han advertido que otro usuario que lo había descargado ha vuelto a subirlo, y que las visitas ya ascienden a 100.000. Así sucesivamente.

 

El primer capítulo de Black Mirror nos habla de que las nuevas herramientas tecnológicas eliminan la censura.

 

Este factor está insertado en la estructura social de manera tremendamente inteligente. El pueblo (que se puede contabilizar ahora como visitas en los vídeos), ama a su princesa. El primer ministro será responsable de lo que ocurra.

 

El desenlace de los acontecimientos sería radicalmente diferente si el vídeo en cuestión fuera privado, si fuera una cinta analógica enviada al interesado y sólo al interesado.

 

Pero el vídeo es digital, de dominio público, de libre subida y descarga, y la gente lo sabe.

 

El siguiente capítulo, 15 Millones de Méritos, arranca en un precioso marco futurista; lectura poética en clave virtual sobre nuestro presente.

 

Los individuos viven envueltos en pantallas. Sus minúsculas residencias están compuestas por paredes, techos y suelos de pantalla, en los que siempre están proyectados juegos de consola, programación libre a su elección (muy limitada), o publicidad de programas de pago para adultos. Su trabajo se reduce a una bicicleta estática; cuantos más kilómetros hagan más méritos conseguirán. Esos méritos, como si de un salario se tratara, pueden canjearlos por alimentos o por programación en sus pantallas.

 

Que el trabajo de este marco sociológico neomatrix sea la bicicleta estática no es casual. Esta clase trabajadora tiene por debajo otra en su escala: los obesos; señores y señoras de la limpieza, que soportan las humillaciones de los ciclistas mientras barren sus desperdicios. El descarado culto al cuerpo que vivimos es también visible en el juego de consola favorito de los integrantes del capítulo: asesinar obesos.

 

El programa estrella entre los posibles a elegir es un idéntico al actual Factor X, en el que un jurado evalúa la propuesta artística del participante y decide si es válido o no es válido.

 

Lo interesante del capítulo es en primer lugar el elemento capital. Los individuos tienen que aportar un capital, una suma (15 millones de méritos, conseguidos en la bicicleta), para entrar en el programa. Algo ni tan descabellado ni tan lejano: España es el primer país que, en su actual edición de Gran Hermano, ha sacado a subasta económica una plaza para concursante (algo de lo que se vanagloria su presentadora). En el caso español el fin es humanitario, pero ya abierta la veda, veremos cómo se reconducen los factores en el futuro.

 

El protagonista del capítulo, asfixiado por el sistema y profundamente herido, decide rebelarse. Sin embargo, para su propia sorpresa, el sistema se descubre más fuerte, absorbiendo su rebelión y transformándola en un nuevo axioma televisivo.

 

El tercer y último capítulo, Toda tu Historia, se centra en el ámbito de la intimidad. Es un supuesto ficticio en el que los seres humanos llevan implantado una especie de microchip, al que llaman grano, en el que se almacena, cual disco duro, todo recuerdo del individuo. De tal manera que las personas pueden buscar en su grano y ver sus recuerdos grabados, en su mente o proyectados en una pantalla.

 

Un hombre de carácter obsesivo sospecha que su mujer le es infiel. El grano es la piedra angular de la obsesión enfermiza, al tiempo que la prueba irrefutable de la realidad. Ya no hay versiones de las historias, sólo los enfoques reales de las visiones. Nuestros ojos pasan a ser inconscientes cámaras.

 

Lo sugestivo de este violento y turbador capítulo, es lo asumido que está por parte de los personajes la convivencia con el grano en sus vidas. Es curioso ver cómo se comporta un grupo frente a un individuo que no lo tiene. Como si del actual facebook se tratara, el grano aparece en Toda Tu Historia como algo poco menos que imprescindible. El personaje que no tiene el grano es tratado como a quien le faltara un ojo por voluntad propia.

 

La tecnología se presenta en este capítulo como el medio para la obsesión y, una vez más, el control. Aunque muy de pasada, se muestra cómo el protagonista en el aeropuerto, para pasar al avión, no tiene que mostrar su documentación, sino una muestra de su grano, un repaso a cámara rápida de sus últimas dos semanas en el ordenador de registro policial.

 

Lo interesante de Black Mirror es que plantea un esquema social, perfectamente definido y delimitado, en el que los individuos están sometidos a un control absoluto del que no tienen escapatoria. Como ya vaticinaran Los Pegamoides en los 80, la tecnología se rebela; no diremos como enemiga, puesto que no es un elemento consciente, pero sí como un componente clave en el desarrollo evolutivo directo.

 

El factor tecnológico desencadena acontecimientos susceptibles de incidir en las relaciones humanas. Se adueña de las estructuras vitales de toda la sociedad y afecta tanto a las élites políticas (capítulo 1), como a la clase acomodada (capítulo 3) y a la plebe (capítulo 2). ¿No hay salida posible?

 

Charlie Brooker, que ya se enfrentó al terror de la realidad televisiva en Dead Set, plantea un esquema social cerrado y asfixiante, en el que el único que realmente escapa es el artista.

 

Es el único personaje de esta serie de tres capítulos, independientes pero relacionados, que verdaderamente consigue abrir el molde.

 

Es curioso que sea un artista, que pague un precio tan alto y que sea, además, reivindicado posteriormente de una manera tan curiosa.

 

No ha conseguido romper el sistema, pero, durante unos minutos, abre una profunda grieta.

 

Más información:

Black Mirror (I): Fragmentos del presente

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