Leonor Manso: ”Una profesión es asumir algo y dedicarle la vida”

 

Por Daniel Dimeco

 

A las seis de la tarde, los termómetros de la calle Génova de Madrid advierten que nos aproximamos a los cero grados. El aire lacera la cara como un puñal cuando cruzo el Paseo de la Castellana hacia la Plaza de Colón y la ciudad se sumerge en una agradable sensación de nocturnidad, empieza a tornarse azul metálico. Cuando llego a la recepción del Teatro Fernán Gómez me adentro en un oasis, probablemente se trata de una sensación parecida a la que sentía la canonesa, que interpreta la actriz argentina que vengo a entrevistar, Leonor Manso, en El cordero de ojos azules cada vez que se refugiaba entre los muros de la Catedral de Buenos Aires, esquivando los azotes de la peste de fiebre amarilla.

 

En la recepción del teatro me dicen que la señora Leonor Manso está a punto de llegar. En pocos minutos me encontraré cara a cara, por primera vez, con una de las actrices y directoras de mayor renombre, por su calidad artística, de la República Argentina.

 

Manso aparece sonriente y, nada más acercarme a saludarla, me alerta del constipado que ha pillado y que, para su tranquilidad, no se le ha instalado en la garganta. Nos sentamos e inmediatamente percibo la grandeza de esta mujer a través de su sencillez, por la cercanía en su trato y mediante ese modo de hablar suave y sereno de quien no necesita de ninguna clase de alardes gestuales ni de palabras que justifiquen su lugar en el mundo.

 

Tengo entendido que usted no proviene de una familia de actores. ¿Cuándo decide ser actriz?

 

Cuando estaba en la Secundaria. Entonces, me empiezo a reunir con un grupo de gente del teatro para leer y comentar obras. Yo no tenía la idea de llegar a ser actriz. Poco después, empecé a estudiar Biología a la vez que seguí yendo al grupo de teatro. Estando en clase me di cuenta de que no dejaba de pensar en esas reuniones hasta que un día decidí que me iba a poner a estudiar, porque si me quería dedicar a esta profesión debía hacerlo.

 

¿Qué recuerdo le queda de quien fuera tu primer maestro, Juan Carlos Gené?

 

Quien acaba de morir hace muy pocos días, por cierto. Una de las primeras cosas que me preguntó Gené fue si leía los periódicos, cosa que yo no hacía por aquella época, y me dijo que un actor tenía que conocer lo que estaba sucediendo a su alrededor. Y, desde entonces, se ha convertido en una costumbre para mí. Él también me transmitió una actitud de ética, de rigor y de responsabilidad en el trabajo.

 

Los actores y actrices de teatro argentinos son muy respetados y admirados en España. ¿Qué elemento destacaría acerca del teatro que se hace en Argentina?

 

España tiene una enorme tradición de teatro clásico que, al mismo tiempo, es tremendamente actual. Aquí tienen a un Valle-Inclán que sigue tan vigente como en su propio tiempo. El teatro en Argentina tiene un origen marginal y político, que no quiere decir partidario. Nace con los inmigrantes de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Ellos hacían teatro en las sedes de los sindicatos, en los clubes de inmigrantes donde la gente se reunía para llevar a cabo actividades colectivas y participar en obras de teatro era una más entre todas las actividades, pero a nadie se le ocurría considerarse actor, lo hacían como un hecho cultural y expresivo además de formar espectadores. Con el tiempo, todo el mundo se sumó a la flexibilización laboral (ríe) y ahora todo el mundo hace teatro y es actor, aunque se haya subido una sola vez a un escenario. Otra cosa que está sucediendo en estos momentos es que los jóvenes que se dedican a esta profesión no tienen curiosidad por otra cosa que no sea lo que ellos hacen, van a ver los espectáculos de sus amigos y generan un círculo en el que se ven entre sí. Y yo considero como algo muy importante el hecho de entender que lo nuestro es una profesión, y profesar es asumir algo y dedicarle la vida.

 

Y asumir la profesión de actor y de actriz conlleva incertidumbres. ¿Cómo se administra esa incertidumbre?

 

Durante el tiempo que se trabaja bien, uno aprende a guardar dinero para épocas no tan buenas. En Argentina, al menos entre los actores de una edad similar a la mía, solemos generar nuestros propios trabajos. Hay obras que ningún productor profesional financiaría, sencillamente porque no son para un público masivo. Eso me ocurrió en 1998, yo me había enamorado de Samuel Beckett y decidí que quería dirigir Esperando a Godot. Casi dos años me llevó poder conseguir los derechos de la obra. Me había interesado mucho la humanidad de esa obra y la visión que tiene del hombre como circunstancia y como misterio. Y le propuse a Patricio Contreras, quien era mi pareja en ese momento, que hiciera uno de los papeles, aceptó y decidimos hipotecar la casa para poder montar el espectáculo. Lo hicimos en La Trastienda, un sitio de música rock en el barrio de San Telmo y resultó ser una experiencia hermosa. Allí estuvimos un año con un éxito tan grande que a los dueños se les ocurrió poner una pizzería (ríe) y aunque me prometieron que no venderían nada hasta que acabara la función, decidí que lo mejor era que nos cambiásemos de lugar. Acabamos haciendo gira por todo el país, hasta en el Teatro Auditorium de Mar del Plata estuvimos, y eso con una obra que se suponía que era de élite e incomprensible para la mayoría.

 

Tengo entendido que usted llega a la dirección prácticamente “empujada” por el dramaturgo Carlos Pais.

 

Algo que también aprendí de Juan Carlos Gené es que uno no es un personaje, sino que forma parte de un todo, de una historia que hay que contar. Y a mí me interesaba todo, tenía mucha curiosidad y tal vez esa fue una de las cualidades que Carlos Pais vio en mí para proponerme como directora en una obra suya. Hubo algunos directores a los que la idea no les gustó nada, pero los directores que son inteligente siempre escuchan al actor. La palabra es energía y al pasar por un cuerpo se convierte en otro tipo de energía que va más allá de la cabeza, del mero raciocinio. La ventaja con la que yo contaba cuando empiezo a dirigir era que conocía perfectamente el lugar de las personas que tenía delante, de los actores.

 

En 2007, usted trajo a España 4.48 Psicosis, la obra de la británica Sarah Kane. ¿Por qué elige ese texto?

 

Yo no sabía quien era Sarah Kane hasta que se dio la casualidad de que quienes tenían los derechos de sus obras eran los mismos que tenían los de Beckett. Cuando la leí por primera vez, confieso que me costó entender aquello, pero lo que sí supe enseguida es que allí había una fuerza muy profunda que me atraía y que tenía que desentrañar. Y cuando comprendí lo que encerraban las palabras de Sarah Kane, le propuse a Luciano Cáceres, un director joven del que me había gustado una puesta en escena suya de una autora contemporánea, que me dirigiera, me dijo que sí y estrenamos en el Teatro Kafka de Buenos Aires.

 

Si bien el texto de Kane es durísimo porque se adentra en el tema del suicidio y de las enfermedades psíquicas, para una actriz tiene que ser un bocado de lujo poder trabajarlo.

 

Claro que sí. De hecho, antes de viajar a Madrid con El cordero de ojos azules releí el texto y volví a sentir lo mismo que entonces. De hecho, con Luciano Cáceres nunca le pusimos un punto y final, sencillamente acabó la temporada que estábamos haciendo en el teatro y surgieron otros proyectos. Pero me gustaría reponerlo, quizás en el Teatro San Martín, en un sitio donde la obra esté muy protegida.

 

A colación de 4.48 Psicosis: ¿cree que vivimos en una sociedad que intenta esconder el dolor?

 

El dolor es una sensación que no deberíamos ocultar con pastillas. Lo mejor sería que indagásemos de dónde viene y fuésemos capaces de superarlo. La relación con los médicos se ha convertido en algo muy frío, distante, no existe el mismo intercambio que antaño, cuando el médico conocía a todos los miembros de una familia y los problemas que la rodeaban.

 

En su papel protagónico en El cordero de ojos azules, usted interpreta a una mujer de origen africano, antigua amante de un canónigo, que está encerrada en la Catedral de Buenos Aires al abrigo de la peste de fiebre amarilla. ¿Se trata de un tributo a las personas que aprenden a sobrevivir a pesar de las adversidades?

 

Sin duda. Cuando me acercaron el texto me gustó porque el personaje de la canonesa es muy mágico, es alguien que cuenta historias todo el tiempo, que ha visto los vaivenes del siglo XIX y que por su condición de negra es una persona herida desde su nacimiento. Algo que todavía hoy sigue vigente, lamentablemente. Ella es una superviviente, alguien que ha tenido que buscarse el modo de salir adelante.

 

El cordero de ojos azules nos invita a trasladarnos a la Argentina del siglo XIX, dividida entre unitarios y federales. ¿Por qué da la impresión de que la política argentina siempre está regida por bandos antagonismos e irreconciliables?

 

Por suerte, como parte de la condición humana, el hecho de pensar diferente es bueno. Se puede coincidir en algunas cosas y en otras no y por eso no pasa nada, para eso tenemos la capacidad de dialogar, de llega a acuerdos, se trata de una de las riquezas del ser humano que hemos perdido.

 

¿Tiene algún proyecto en cine?

 

Sí, se va a estrenar una película en la que trabajo que se llama Topos (2011) de Emiliano Romero.

 

Un buen actor o una buena actriz están en condiciones de trabajar en cualquier campo: cine, televisión o teatro¿Usted dónde prefiere estar?

 

rabajar en cine y televisión me gusta porque tienen algo muy interesante que es la mezcla que se produce entre actores y técnicos mientras se lleva a cabo el proceso de grabación. Ahora bien, creo que el teatro es el lugar natural de un actor. En el escenario es donde el artista siente el contacto directo con los espectadores, ahí arriba se está solo y sin red y eso hace que sea un sitio especial.

 

Leonor Manso mira el reloj. Ha llegado la hora de ir al camerino a vestir a la canonesa de la obra de Gonzalo Demaría con la que está en el Teatro Fernán Gómez de Madrid hasta el 5 de febrero y en la Sala BBK de Bilbao los días 10 y 11 de febrero, antes de regresar al Teatro Presidente Alvear de Buenos Aires.

 

Daniel Dimeco (Argentina, 1969) es escritor y dramaturgo. Licenciado en Ciencias Políticas y Máster en Gestión Cultural. Obras: La desesperación silenciosa (Premio Fray Luis de León de Novela), La mano de János (Premio de Teatro Antonio Buero Vallejo), Mirando pasar los trenes (Premio de Autores Nacionales Teatro El Búho) y El ángel azul (Premio de Teatro Mínimo Rafael Guerrero), entre otras. Coordina talleres literarios (Fuentetaja y El Manantial-Clave53). Administra el blog Café Copenhague (www.cafecopenhague.blogspot.com).

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