Kipling en Japón

Por David Torres.

 

Papini señaló una vez que Inglaterra contaba con un profeta oficial, Wells; un payaso oficial, Shaw; y un bardo oficial, Kipling. Sin embargo, Shaw y Kipling, como la inmensa mayoría de los grandes escritores ingleses, no son ingleses. Resultaría cuando menos curioso establecer un mapa improvisado de la gran literatura inglesa a caballo entre los siglos XIX y XX. Abundan los escoceses, como Stevenson, los  irlandeses, como Wilde, algún católico, como Chesterton, e incluso un polaco: Conrad. Pero aunque Kipling fuese a nacer en un sitio tan remoto y tan exótico como Bombay, la denominación de Papini es ciertamente precisa, ya que nadie como él ha cantado las glorias y desdichas del Imperio Británico.

 

Se ha recalcado hasta la extenuación que Kipling era un defensor a ultranza del imperialismo y un racista acérrimo que dividía el mundo en “sahibs” y sirvientes. También es cierto que no podía ser mucho más, desde la perspectiva del mundo en que le tocó nacer: el de un caballero angloindio capaz de vislumbrar las contradicciones, las luces y las sombras de su época. Incluso una novela tan amarga y tan crítica con el colonialismo como El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, ha sido tachada de racista por algunos escritores africanos contemporáneos. Pero Kipling, que fue el cantor incomparable de los soldados de frontera, el Homero de todos aquellos bribones y aventureros del ejército británico, también escribió que “el Imperio era el deber y el fardo del hombre blanco”. En Kipling cada palabra matiza a la anterior y cada frase a la siguiente. El suyo es un arte del claroscuro. Su prosa, clara y despiadada, feroz y juguetona, oscura y deslumbrante, nació ya afinada, predestinada a convertirse en uno de los instrumentos más precisos y armónicos del idioma inglés. No es de extrañar que El hombre que quiso ser rey, tal vez la pieza maestra de la ingente obra kipliniana, fuese el relato favorito de dos escritores tan grandes y disímiles entre sí como Proust y Faulkner. La historia de Daniel Dravot y Peachy Carnehan, dos filibusteros expulsados del ejército y empeñados en la loca aventura de convertirse en reyes de Kafiristán, ha terminado por imponerse como una de las odiseas más perfectas y espléndidamente narradas de la literatura contemporánea. Pocas veces un escritor popular (y Kipling lo era hasta un punto casi inconcebible hoy día) ha aunado los favores del público y la crítica especializada, y pocas veces un premio Nobel (el que recibió en 1907, con cincuenta y cuatro años) ha sido menos discutible y discutido.

 

 

El talento de Kipling parece un don misterioso, tan natural como la belleza de una muchacha. Podía escribir lo mismo fábulas para niños (como su celebérrimo Libro de la selva) que trágicas historias que le envidiaría cualquier maestro del realismo (por ejemplo, La luz que se apaga, una amarga reflexión sobre los límites del arte). Pero es en la narrativa corta donde se sustenta su gloria. Muchos de sus relatos son cúspides del arte literario, y fueron alabados en su tiempo por escritores de la talla de Henry James, y en el nuestro, por artífices como Jorge Luis Borges, quien dice que aprendió de Kipling el arte de contar una historia como si no la entendiera del todo, haciendo comentarios triviales o absurdos, “para que el lector esté en desacuerdo”.

 

Ese rasgo –la “marca de la casa” kipliniana– reviste de arriba abajo su Viaje al Japón, un texto escrito a raíz de su estancia de dos meses en las islas y que probablemente cause estupor, sonrojo o ira a cualquiera que no entienda que Kipling es Kipling. La ironía son su bastón y sus gafas, la estrategia de quien juega a presentarse a sí mismo como un “sahib” bárbaro y manazas, capaz de desbaratar las frágiles casas japonesas hechas de madera y papel, donde un ladrón puede entrar armado sólo con unas tijeras. Frente a la delicada reverencia de un comerciante, Kipling siente resquebrajarse su innata superioridad de hombre blanco, y pone tierra de por medio ante la visión de un jardín de las delicias florecido de dulces muchachas. Incluso eleva las apuestas jugando a desdoblarse en un interlocutor invisible, “el Profesor”, un alter ego con el que mantiene intrincados debates prácticamente sobre cualquier cosa.

 

Poco importa que se equivocara o acertara en sus apreciaciones sobre el arma de caballería japonesa o sobre el carácter infantil del país: no nos importa tanto descubrir el Japón de 1889 como saber qué pensaba Kipling de él. O, mejor dicho, qué vio allí. Como pocos escritores, Kipling es un pintor y la descripción con la que da inicio a la obra resulta tan suave y delicada como una acuarela japonesa: dos trazos, tres colores y un vacío que habla por sí mismo. Pero en Kipling la sonrisa esconde unos colmillos, la ingenuidad suele ser feroz y la cortesía dibuja el amago de un zarpazo. Como en la historia del puente de Nikko, en el que el emperador descubrió el color perfecto para contrastar con los árboles al decapitar a un mendigo que le importunó, en Kipling la sangre siempre parece a punto de saltar y el ramaje sólo oculta el esplendor del tigre.

 

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