La isla de la televisión

La isla de la televisión. Cesar Fernández García. Ediciones Palabra, 2012. 192 pp., 8,40 €.

 

El futuro del mundo depende del aliento de los niños.                     

El Talmud  

 

El timbre de la puerta insistía.

Joaquín tuvo un mal presentimiento. Retiró los ojos de la pantalla.

Tumbado en la cama, llevaba toda la tarde viendo televisión en su ordenador portátil. Sólo en su habitación podía disfrutar de cualquier programa de la Cadena. Pero incluso allí debía estar atento para apagarlo rápidamente, si su madre entraba. Le había prohibido ver la tele, a no ser que ella estuviera presente. Era el único de su clase que sufría ese problema. Por aquel entonces, pocos chicos pasaban menos de seis horas diarias frente al televisor. En la práctica, las emisoras de televisión tenían todo el poder. Sólo una en cada país y con una misión: controlar a sus ciudadanos. ¿Cómo? Ofreciéndoles diversión, llenándoles de emociones, impactándolos. Casi nadie se resistía a sus programas. Joaquín los devoraba, uno tras otro.

El timbre no dejaba de sonar. Sólo la Policía o los bomberos llamarían a una casa sin soltar el dedo del pulsador.

Se levantó de la cama.

Su madre se estaría duchando. El timbre advertía que había que abrir de inmediato.

Joaquín dudó si avisar a su madre. Se oía el caer del agua de la ducha. Iba a golpear la puerta del baño, pero se lo pensó mejor. ¿Para qué? Él ya tenía quince años y quizás hacía falta actuar con urgencia.

A través de la mirilla, comprobó que había mucha gente al otro lado. Allí estaban los vecinos de escalera. Entre ellos, unos hombres uniformados de rojo, con cámaras de televisión profesionales. Estaba claro que no se trataba de delincuentes. Eran técnicos de la Cadena, el único canal de televisión en el país. Joaquín abrió la puerta por completo. Un foco lo cegó durante unos instantes.

Cuando logró fijar la vista, reconoció al hombre con micrófono que lideraba las cámaras. ¡Cerebro Primero! Era el personaje más famoso de la televisión. Aunque se le conocía por su labor como presentador, también había creado los programas más importantes. Se teñía el pelo de un amarillo plátano para disimular sus más de cincuenta años. Llevaba su habitual chaqueta dorada de solapas enormes. Era tan famoso que su fotografía aparecía en los manuales electrónicos de Educación Primaria y Secundaria.  Desde hacía unos años, la televisión era lo más importante. Se estudiaba en los centros educativos como asignatura obligatoria. Suspender Conocimiento de la Actualidad – se llamaba así – suponía repetir curso sin remedio, aunque el alumno hubiera aprobado todo lo demás.

¡Cerebro Primero en casa! ¡Era increíble!

Joaquín había hecho un retrato de ese presentador para la asignatura de Conocimiento de la Actualidad. Había utilizado el material de pintura de su padre. No le quedó mal, no. De hecho, gustó tanto a los profesores que ellos mismos se lo enviaron a la Cadena. Y ahora estaba ahí en persona…

El presentador le preguntó con aquel inconfundible vozarrón ronco:

– ¿Joaquín Pérez Zapata?

– Sí, soy yo – respondió con la voz aflautada por la emoción.

– Enhorabuena, chaval. Has sido seleccionado para…

En lugar de terminar la frase, se giró hacia las cámaras que se desplegaban detrás de él. Sonrió artificialmente a cada una de ellas. A continuación, clavó los ojos en Joaquín y, casi gritando, añadió:

– … has sido seleccionado para… para… EL PRIMER CONCURSO DE LA ISLA DE LA TELEVISIÓN.

El presentador soltó una carcajada. Aquella risa seca y quebradiza se asemejaba a un graznido.

– ¡BIENVENIDO AL CONCURSO!…

Joaquín dio un salto de alegría.

¡Qué suerte había tenido!

Seguramente el país entero lo estaba viendo en directo. Los de su clase lo envidiarían. Todavía no sabía en qué consistiría ese nuevo concurso. Pero daba igual. Le gustaban todos. No se perdía ni los que eran para mayores. Eso sí, tenía que verlos a escondidas de su madre. Ni siquiera le dejaba encender la televisión, sin que ella tuviera a mano el mando a distancia. Para evitar discusiones, Joaquín se encerraba en su cuarto y utilizaba el ordenador. Su concurso preferido era Te siguen las cámaras. Le hacía gracia, porque cualquiera podía ser el concursante. Un ciudadano escogido al azar era seguido y grabado las veinticuatro horas del día durante un fin de semana. El concursante tenía la obligación de procurar que la audiencia no se aburriera. De lo contrario, la Cadena lo expulsaba de la ciudad y lo multaba con 500.000 euros. Otro concurso buenísimo, y que llevaba ya muchísimos años emitiéndose, era Escondite en la ciudad. El elegido como participante debía ocultarse durante una semana. Los propios espectadores podían buscarlo por cualquier lugar. Si era encontrado antes de terminar el séptimo día, le quitaban todos sus bienes: casa, coche, ahorros… Si lograba su objetivo, se llevaba una moto último modelo. El concursante podía pedir ayuda a sus familiares o amigos. Pero, entre ellos, siempre aparecía un topo. Se llamaba topo al que colaboraba con la Cadena y traicionaba a su amigo. El topo resultaba ser la persona de quien menos se sospechaba. Sólo había un concurso que a Joaquín le disgustaba, aunque tampoco se lo perdía ni un día. Se trataba de Tráete tu mascota. Casi siempre los animales que llevaban al plató recibían un trato humillante. Una gata llegó a morir ahogada. Joaquín llamó a la Cadena para protestar pero, en lugar de hacerle caso, le amenazaron con multar a su madre.

Cerebro Primero le pellizcó la mejilla, mientras sentenciaba:

– Mañana mismo volarás hacia la isla que hemos comprado a la República de Honduras. Puedes regresar con el millón de euros destinado para el vencedor. En ese momento, la madre de Joaquín apareció junto a su hijo. Las cámaras la enfocaron. Iba envuelta en un albornoz rosa. Tenía el pelo mojado. Cerebro Primero le puso el micrófono en la boca para recoger sus primeras palabras. Éstas no fueron las esperadas por ninguno de los trabajadores de la Cadena.

– ¡Aléjense de mi casa!

La mujer tiró del brazo de su hijo hasta colocarlo detrás de ella.

 

(…)

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