YO SOY MUY ‘ROPER’

 

Por Rafael Caunedo.

El referente estético de mi más tierna infancia fueron los decorados de las aventuras de los payasos, unos decorados de camping, como de saldillo, en blanco y negro y reutilizables. Yo me inflaba a galletas frente a la tele cuando llegaba del colegio y alargaba lo que podía el tiempo antes de ponerme con los deberes. Recuerdo cuando llegó el color a la televisión; por fin mi padre quitó aquel filtro de plástico transparente con tres colores que nos parecía tan moderno y que, colocado delante de la pantalla en blanco y negro, le daba tonos rosados y azulones a todo aquello que apareciera en las imágenes. Vinieron dos técnicos a instalarmos el aparato, una Werner con una carcasa que simulaba ser de madera, preciosa, llena de botoncitos. Toda la familia vimos el milagro de ver a Maria Luisa Seco aparecer en primer plano, y de pronto nos pareció que éramos uno más en la familia. Los técnicos de Werner, orgullosos, enseñaban a mi padre el manejo del contraste y el tono. Fue emocionante.

Luego ya nos acostumbramos y comenzamos a comprobar que el mundo del color brillaba más en las series americanas. Yo, depequeño, quería ser de la familia Bradford, y vivir en Sacramento, California, y tener una casa de dos pisos con escaleras y un coche ranchera enorme; quería una nevera de doble puerta en la que siempre había botellas llenas de zumos y todo tipo de refrescos, y beber a morro al llegar del cole. Pero sobre todo, yo quería pertenecer a una familia de ocho hermanos, como ellos. Mi sueño era ser un Bradford, pero me quedé con «Los Roper». No es que mi madre fuera como Mildred, ni mi padre Geroge, pero su casa era más parecida a la mía que la de «Con ocho basta»; además, teníamos el mismo modelo de teléfono, ése de góndola con el disco de números entre el auricular y el micrófono.

La decoración a la inglesa siempre les gustó a mis padres, aunque tan inglesa es la de «Retorno a Brideshead» como la de «Los Roper», y puesto que nuestra casa no era un castillo en la campiña británica, nos conformábamos con abigarrar todo hasta la saturación, sobre todo mi madre, cuya devoción por las fotografías hacía que limpiar el polvo fuera una labor estresante.

Mi casa era un coñazo, la verdad. En las series de la tele pasaban tantas cosas que mi vida en casa me parecía un muermo. Fui creciendo y sentía cada tarde una terrible envidia de Robin por vivir con aquellas dos tías tan divertidas en su nido. «El nido de Robin» fue, para mi, un motivo para la esperanza de un mundo más divertido cuando creciera. Gracias a él, soñaba con independizarme. Me gustaba su apartamento, tan pequeño y desordenado como siempre quise fuera el el mío, en el que tan pronto hacía una fiesta como veía un partido de fútbol tirado en el sillón mientras una tía estupenda salía de la ducha con tan solo una toalla. Si de pequeño quería ser un Bradford, en la adolescencia yo quería ser Robin. O Starsky, al que sólo faltaban unos centímetros para ser perfecto.

Con el tiempo llegó la opulencia a la televisión. Grandes fortunas al servicio de la mala leche. Ángela Channing, o ése de Dallas… ¿cómo era?… J.R. ¡Qué casoplones! Mientras ellos desayunaban en el porche mirando su interminable propiedad, yo daba vueltas a mi Cola-cao con cara de resignación. Menos mal que luego venía «La casa de la pradera» y me ‘animaba’ un poco.

Hubo un momento en mi vida que decidí no ver más series, bastante tuve con Bonanza, Embrujada, Espacio 1999, Superagente 86, Los ángeles de Charlie (aquí lo de menos era la decoración, lo importante era la laca), El gran héroe americano, Colombo… y no sigo.

En mi casa cenábamos en el salón. Siempre había alguien de guardia frente a la tele (mi hermana o yo) y gritábamos cuando empezaba la serie para traer la cena. ¡¡¡Empieza!!!, y allí nos sentábamos los cuatro a ver sufrir a Kunta-kinte, el de «Raices». Pobre, cómo las pasaba.

Ahora, pasados los años, miro aquellas imágenes y pienso en lo efímero de las modas, algunas de ellas crueles e ignominiosas. Después, mirando mi casa, me da por pensar que dentro de veinte años lo que hoy me parece maravilloso será una horterada en toda regla, y mis hijos se reirán de mí por tener un mueble chino en el salón.  Tal vez en el futuro, cuando vea las series actuales sienta la nostalgia que me ha invadido hoy, o tal vez no. En fín, ya veremos, de momento me voy a descargar un episodio de «Vacaciones en el mar» a ver si el capitán Stuven me invita a su mesa en la cena de gala.

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