Un lugar donde quedarse (This must be the place, 2011) de Paolo Sorrentino

 

Por Alejandro Molina

 

 

Es difícil criticar una película inclasificable como es ésta última de Paolo Sorrentino, director italiano internacionalmente en alza tras el éxito de su última “Il Divo”. Es una de esas películas cuya mejor adjetivo es “desconcertante”, incómoda sensación que, sin embargo, resulta a veces necesaria, hasta preferible: es sin duda mejor que sentir indiferencia y apatía. El problema es que si se tensa mucho el desconcierto se cae en esas mismas sensaciones que se pretende esquivar. 

 

Esta cinta juega constantemente sobre el difícil equilibrio entre lo desconcertante, la indiferencia y el ridículo, pero también entre lo bello y lo trascendente. Lograr esto no es fácil, está reservado a unos pocos. Así le ocurre a Sorrentino y así le ocurre a Sean Penn, con el que es sin duda uno de los papeles más imposibles y estrafalarios que se han visto en mucho tiempo. El milagro es que Cheyenne, conforme avanza el metraje, se va volviendo, no sólo extrañamente entrañable a ojos del espectador, sino creíble, en un alarde actoral de Sean Penn, pretendidamente inverosímil y ridículamente patético dentro de una trama igualmente inverosímil.  Es algo que no nos creemos ni nosotros, viéndolo con ese look de gótico desfasado que recuerda (demasiado, para ser una coincidencia) a Robert Smith de “The Cure”. Pero no sólo es él: los personajes secundarios también son estrafalarios e increíbles, pero están interpretados tan solventemente por un elenco de actores envidiable (Frances McDormand, Harry Dean Stanton…) que nos resultan dolorosamente humanos en su rareza, dispuestos a hablar de la vida al menor imprevisto en un bar de carretera para luego irse a los temas más ordinarios e intrascendentes y bizarros.

 

Esta incómoda sensación de desconcierto, de no saber qué se nos pretende contar, de falta de claridad en su desarrollo y sus objetivos persiste durante toda la película pero, conforme su trama se asienta y se configura como una “road movie” delicadamente surrealista con ecos de David Lynch, va ganando fuerza y atención del espectador, gracias a una imaginativa y personal dirección y a una preciosa fotografía. Mención especial merece la  magnífica banda sonora (premio David de Donatello a la mejor Banda Sonora, además de mejor guión y fotografía), obra de David Byrne, líder de “Talking Heads” que actúa en el film y se marca una gozosa interpretación en directo del tema que da título a la película “This must be the place”, que es casi un videoclip del mismo. 

 

Uno sale del cine y no sabe decir si la película le ha gustado o todo lo contrario, si le ha parecido una trascendental obra de arte o una tomadura de pelo pretenciosa. Quizá sea ambas cosas. Lo cierto es que en uno u otro caso, deja un poso extraño en el espectador, una sensación de desconcierto, tan incómoda y humana.

 

Tráiler:

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