Escribir el sentido

Por Domingo-Luis Hernández.

Supe que hacia finales de los años 60 se sentó en su minúsculo Fiat 600 algo deteriorado ya por el tiempo, arrancó y condujo desde Vecchiano, Pisa, hasta Madrid. Lo perseguía una obsesión: Las Meninas. Y ante las obsesiones sólo caben respuestas. Luego, era perentorio resolver el misterio que lo sojuzgaba no por ver y tras ver esa obra suprema de Diego de Velázquez en las reproducciones de libros especializados de arte. Eso no; habría de permanecer cuanto tiempo fuera preciso y con los ojos atentos ante la tela del Prado. ¿Qué lo movía? Varias cosas, unas sustanciales otras eventuales.

De las sustanciales, cabe oponer al conocimiento esa radical sustancia del Barroco que se llama Las Meninas, sustancia que lee y explica el Barroco como nadie ha hecho en este mundo. Y otra cosa: precisaba saber si el pintor pintaba lo que decía pintar, es decir, quiso satisfacer el desconcierto que propone esa absoluta obra de los hombres. Cabe la pregunta, pues: ¿qué encontró el hombre que fue escritor en Las Meninas de Velázquez? Respuesta: un cuestión a la par de excepcional para el futuro del hombre, del universitario, del investigador, del ensayista y del fabulador: el personaje del fondo del cuadro que se apresta a salir a la calle y que, antes de traspasar la puerta que da a la luz, mira hacia el interior. Ese personaje de Las Meninas es quien conoce la historia, es el que sabe si es verdad lo que propone Velázquez o si es pura ficción, si es repetición o es invento.

Lector y creador se cruzan.

No es extraño que con esa perspectiva quien fundó su porvenir con una primera novela (Piazza d’Italia) de alto contenido político someta la segunda etapa de su escritura a dos palabras axiomáticas: el revés y el equívoco. Y en el “revés” ese signo.

En efecto, en el primer relato del sustancial loibro Il gioco del rovescio, del año 1981, que repite ese título, o dicho de otro modo, el relato que da título a este básico libro, el escritor comienza así:

 

Cuando Maria do Carmo Meneses de Sequeira murió, yo estaba contemplando Las Meninas de Velázquez en el Museo del Prado. Era un mediodía de julio y yo no sabía que ella se estaba muriendo. Me quedé mirando el cuadro hasta las doce y cuarto, luego salí lentamente procurando imprimir en la memoria la expresión de la figura del fondo. Recuerdo que pensé en las palabras de Maria do Carmo: la clave del cuadro está en la figura del fondo, es un juego del revés.

 

En la nota previa a la otra colección fundamental de cuentos, Pequeños equívocos sin importancia, el escritor escribe:

 

Los barrocos amaban los equívocos. Calderón y otros como él elevaron el equívoco a metáfora del mundo. Supongo que los animaba la confianza de que, el día que despertáramos del sueño de estar vivos, nuestro equívoco terrestre quedaría finalmente aclarado.

 

 Claves, juego del revés y equívocos que final y definitivamente aclaran el sentido de las vidas de los hombres.

Pero la guerra con el doble y las multiplicaciones ahí no queda. Supe que el hombre que se convirtió en uno de los más grandes narradores europeos de las últimas décadas, se dispuso a descubrir una ciudad del extremo oeste de la Península Ibérica, Lisboa, porque por sus calles paseó otra zozobra suya descubierta en el París de su juventud, hecho que se produjo al toparse, por azar, con el poema “Tabacaria”, ese que comienza así: “

 

Não sou nada.


Nunca serei nada.


Não posso querer ser nada.

À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo

 

Es decir, “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Es decir, para seguir las rutas que siguió en esa ciudad un tal Fernando Pessoa, doblado allí en Álvaro de Campos.

¿Qué vio, qué oyó, qué leyó ese hombre que luego se convirtió en escritor para que después de esas fechas, con la sombra de Las Meninas en sus hombros, Pessoa lo retuviera en horas y más horas de estudio, en traducciones y páginas y más páginas de investigación y que la ciudad que recorrió en busca de ese alarido conturbador se convirtiera en su ciudad hasta la muerte?

En Lisboa vivía una chica que se llamó María José que se convirtió en su mujer. La chica (otra destacada estudiosa de Pessoa) lo siguió hasta Italia, lo acompañó en la universidad de Siena y concibió sus dos hijos. ¿Italia y Portugal? ¿Portugal o Italia? El hombre que da sentido, valor y vigor a la última escritura de Italia se articula en su doblez: la Italia del nacer se cambia por el Portugal del porvenir. Cuando su hija decidió por su nacionalidad y se trasladó a Lisboa a vivir, el escritor lo confirmó: Lisboa sería su hogar. Y en ese trayecto extremo se desvela la paradoja del escritor, esa suerte de revés, de equívoco que lo persiguió toda su vida. Veamos:

Si el escritor llegó al conocimiento de múltiples lectores lo fue por la publicación en Fertinelli (Milano) en el año 1994 de Sostiene Pereira, que lleva como subtítulo Una testimonianza. Es la historia de un hombre que así se llama, Pereira, y que se caracteriza por la toma de conciencia y el alzamiento ético en Lisboa frente a la degradación de la dictadura salazarista. El escritor que pretendió dar sustento ideológico a la historia presente de Italia con Piazza d’Italia (1975) y Il picolo naviglio (1978) redime su posición personal y ética frente al triunfo electoral de Berlusconi en su país con esa historia dicha y la vuelta de tuerca que significó otra edición italiana (Feltrinelli, 1997) con tema portugués, sobre la desmesura de la justicia: La testa perduta di Damasceno Monteiro.

Pero ahí tampoco queda la historia. El más preclaro autor de la contemporaneidad en Italia se ve impelido a componer un libro sobre la personalidad perseguida y admirada de Pessoa. Se llama Requiem. Uma alucinação. La primera edición apareció en Quetzal Editores de Lisboa en el año 1991 y, en efecto, está escrito en portugués.

El asunto no es que esa novela la escribiera un autor italiano en portugués. La cuestión es que la edición de su país la tradujo un profesional distinto a él: Requiem, Feltrinelli Editore, Milano, 1992; traduzione di Sergio Vecchio. 

Cuando me comentó que el resultado era deficiente e incluso distraído, le pregunté por qué no reescribió él la novela en su lengua materna. “Cada libro soporta su idioma”, me contestó, “y Requiem es original y definitivamente en portugués. Si lo hubiera rescrito en italiano, hubiera traicionado ese valor”.

¿Qué valor traicionaría en italiano el autor que amaba tanto París que pasaba innumerables jornadas sentado en las terrazas de los cafés escribiendo a mano y enfebrecidamente en sus cuaderno, el autor que en la capital de Francia dio forma a buena parte de su obra en italiano?

Escritor e idioma; página blanca que reduce (con los signos) los gestos y sentidos del escrito.

Supe por su voz que cargaba con una enfermedad perniciosa, la depresión. Por ella decidió viajar solo a la India para ajustar su identidad problemática, esa que le hizo escribir los citados El juego del revés y Piccoli equivoci senza importanza y que en el año 1986 dio a la estampa la extraordinaria La línea del horizonte (Il filo dell’orizzonte) Partía de una convicción: la cercanía confunde porque repite a los hombres en las miradas conocidas. Luego, es necesario cumplir con el rigor de Ulises para contemplar rostros nunca vistos y oír idiomas antes jamás escuchados; para descubrirte a ti mismo, lejos de los ojos que te repiten y te reconocen. Esa aventura dio con una de las mejores novelas europeas de todos los tiempos: Nocturno hindú (Notturno indiano, Salerio Editore, Palermo, 1984).

Una vez sonó el teléfono en mi casa. Era él. Se encontraba en París y quería desahogarse a propósito de la usurpación política y moral de un tal Berlusconi. Por el temblor de la voz, supe del cambio. Resistir, manifestar y permanecer unidos, juntos, más juntos que nunca apoyados en la voz y en la letra, me dijo. Esa actitud dio con su novela más conocida. No la mejor de cuantas escribió, pero admirable por lo que es, lo que contiene y lo que manifiesta. Es la ya citada Sostiene Pereira.

Conocí por su  propia voz que lo privativo de la escritura (como lo privativo de los hombres) es las preguntas, no las respuestas. Luego iluminó de otro modo el final de su destino, porque es una vileza aceptar sin respuesta las posiciones impúdicas y puede resultar engañoso jugar con la eventualidad sin retorno. Es decir, rechazó la acomodaticia maniobra de eruditos como Umberto Eco, con quien discutió por escrito enfurecidamente a propósito de aquellos intelectuales a quienes los libra de intervenir el oficio de guías indios que conducen al Séptimo de Caballería hasta los campamentos de su pueblo. Conocí que cuando el escritor peleaba era contundente. Eso lo viví de manera directa por su enfado con José Saramago, y eso lo gocé en primera línea por la polémica italiana en torno a Eco y a propósito del encarcelado activista político Adriano Sofri que dio el excepcional La gastritis de Platón.

Coincidí con él por primera vez en el año 1991, el año en el que lo invité a Canarias para participar en el ciclo “Escritores ante el final de siglo”. Pronunció una conferencia excepcional sobre el papel de los escritores en su tiempo. Y me repetía una y otra vez su propósito de adquirir en las tiendas especializadas de Tenerife una cámara Nikon para su hijo, que pretendía ser fotógrafo y que lo logró.

Ese fue el tiempo en el que respondió así a una pregunta mía: nada en este mundo tiene sentido sin la exigencia, la claridad y la contundencia ética. Y fue el tiempo en el que me dijo que ninguna novela tiene final porque sólo la muerte contempla ese sentido, pero ningún hombre lo puede explicar como experiencia propia, ningún escritor la puede escribir. Es decir, conclusión que es principio: el día que despertemos del sueño de vivir se resolverá nuestro equívoco, pero eso no es escritura.

El 25 de marzo del presente año murió en un hospital de Lisboa víctima de un cáncer. Una extraordinaria persona y un insustituible escritor: Antonio Tabucchi.

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