Edward Hopper: la vida desde su ventana

Por María Fraile Yunta.

 

Hopper

Museo Thyssen-Bornemisza

Paseo del Prado, 8, Madrid

Hasta el 16 de Septiembre

 

Aún no ha anochecido del todo, pero la luz eléctrica ya ha sido encendida en algunas viviendas de la planta alta. Ya ha llegado ese tiempo del día que es para dedicar a uno mismo, detenerse en aquello que, aunque no se hayan corrido aún las cortinas, da rienda suelta a la intimidad propia. Es hora de repasar lo acontecido, de hacer una pausa para pensar en nada, para no dar explicaciones sobre lo que se piensa.

 

Y yo que lo veo, y yo que lo compruebo, y yo que me veo reflejada en la difusa silueta de esa mujer que asoma por una de las ventanas de Casa al anochecer (1935), y que de pronto advierto a vista de pájaro en vuelo. De ave expiatoria que sobrevuela esa casa neoyorquina con la suerte de vivir el feliz momento de atisbar por un instante lo que acontece dentro de la misma, cuando la luz del sol se apaga y la de los fluorescentes se enciende, cuando la vida exterior comienza a dar paso a la verdadera vida.

 

Casa al anochecer, 1935.

 

Porque la vida en los cuadros de Edward Hopper (Nyack, 1982-Washington Square, 1867) sucede cuando uno vuelve la mirada hacia sí mismo, pues nada importa más que lo que ocurre en el interior, en esos instantes, eternos para sus criaturas, en los que la única vida posible es la que envuelve la conciencia, la que habita en medio de la soledad: natural ésta, que no angustiosa, placentera en su frustración, incluso, traducida en el aislamiento de una mujer absorta en tanto que mira -o dirige la mirada porque no mira- los horarios del tren en la habitación de un hotel, la incomunicación de un matrimonio fracasado que se da la espalda sobre la cama o que espera en el patio de butacas -y no es seguro que consiga levantar la mirada- a que se abra el telón y comience la función, la sordera de un hombre sentado junto a su casa que es incapaz de escuchar lo que su mujer le dice a voces desde la ventana.

 

Y es que es del todo imposible que éste la oiga porque ese hombre, al igual que esa Gente al sol (1960), está congelado, paralizado por un turbio, en tanto difuso, sentimiento -si es que ya no ha dejado de ser tal- que ha hecho de sus pensamientos y de su cuerpo los de un autómata, “¿Son los hombres animales? No, ¡Qué idiotez! Son cosas, autómatas prodigiosos tal como lo supieron los grandes del siglo XVII: relojes. Muñecos acerados cuya silueta la luz eléctrica recorta sobre vidrios de ventana, tan asesinos como una guillotina. Cosas, más que ninguna cosa, los humanos. Solitarias, tanto como todas. Y no hay habitación que no sepamos terminal cuarto de hotel”, diría Gabriel Albiac en torno a ellos.

 

Carretera de cuatro carriles, 1956.

 

Tampoco habitación ni escena, por tanto, de la que como espectadores no alcancemos a tomar parte, ya sea atisbándola a vista de pájaro -como la de los que sobrevolaran esas masas de edificios neoyorquinos aislados que pintara Hopper-, ya yendo a pie -como lo hiciera el flâneur baudeleriano que recorriera las calles parisinas a finales del XIX- (y que él mismo también recorrió en sus tres viajes a París), ya como pasajero. Desde uno de esos trenes ligeros que el pintor tomaba para ir de una parte a otra de la ciudad de Nueva York, -donde tenía establecido su estudio-, podía ver, como un voyeaur sobre raíles, escenas íntimas, escenas que al pasar en movimiento frente a ellas se volvían familiares a la vez que extrañas. Familiares por prosaicas y cotidianas; extrañas porque no daba tiempo más que a verlas durante un instante fugaz. Porque no daba lugar a familiarizarse con ellas. Porque era escaso el tiempo en el que se podía participar de las mismas.

 

Bien podría ser una misma esa voluptuosa mujer que se vuelve a la espera de que el oficinista se fije en sus curvas en Oficina de noche (1940), o esa otra pulsando una tecla del piano mientras su marido lee el periódico haciéndole caso omiso en Habitación en Nueva York (1932). Pero los personajes de Hopper son personajes desconocidos, de rasgos poco definidos, con nombre y apellidos propios, sí, pero, como afirma Carlos Marzal “personajes de paso, al fin y al cabo, de paso por esas estancias, de paso por la ciudad, de paso por el mundo, de paso por sus vidas, camino quién sabe dónde”. ¡Cómo vamos a reconocerlos del todo!

 

Habitación de hotel, 1931.

 

Oficinistas, empleados de gasolinera, acomodadores de cine, camareros, parejas de amantes clandestinos, barberos, protagonistas de ámbitos cotidianos, pero “camino quién sabe dónde”, pues sus ojos miran a ninguna parte. Nada les satisface ya, mucho menos en medio de la gran ciudad moderna en que se estaba convirtiendo Nueva York. Ni un simple encuentro de miradas. Ni una simple conversación. Todo ha sido ya dicho en las escenas de Hopper. Todo, a la espera de que sea el espectador el que complete la historia. El que imagine lo que puede haber pasado para llegar a ese punto de frustración, o lo que ha de pasar en breve, si es que algo ha de pasar, porque más bien creo que en las mismas aquello de relevancia ha pasado ya.

 

Ni mucho menos éstos andan a la espera de nada, sino ya resignados a su situación, entregados a nada más que a sí mismos y a su destino -que ha vetado ya toda integridad en su interior-, pues “el insomne, mientras su amante yace dormida en la cama, se entrega a sus remordimientos, a sus temores de futuro, a sus sueños de egoísmo. Los que han roto terminan de vestirse mientras se dan la espalda, ansiosos por abandonar la habitación. Acaba de llegar en el bar el momento de confidencias, cuando a uno ya no le importa lo que va a contar ni a quien va a hacerlo”, señala Marzal.

 

Hotel junto al ferrocarril, 1952.

 

Porque quizá el único atisbo de luz en sus vidas sea aquel que entra por el umbral de una ventana: aquella por la que se vislumbra lo que acontece en el exterior, -infranqueable por un instante, desde el interior-, ante la que anhelar lo que no se tiene. Pero más allá de ello, aquella ventana que, vista desde el otro lado, hace pensar en aquello que ha quedado fuera de ella, en aquello que, no siendo contado, es intuido y tiene su trasunto en la mirada ausente de los personajes, en el silencio que envuelve sus cuerpos, en la “resonancia melódica” que llena los vacíos.

 

Dos en el patio de butacas, 1927.

 

“Tan importante es en la pintura de Hopper la condición acústica, la naturaleza musical de lo pintado, que el eco mayor de muchas de sus telas es el del silencio” señala Marzal. Y es que el espectador atina a escuchar aquellos sonidos que entran por la ventana de Sol de la mañana (1952), pero es el bullicio de una ciudad moderna que está llena de ausencias, de no-acción, de quietud: una ciudad deprimida que, pese a la concisión y alta definición de sus escenas, pese a la estudiada composición espacial de las mismas y a su carácter cinematográfico, no muestra intención documental alguna.

 

Más allá de ello y de la huella de pintores europeos como Veermer, Chardin, Courbet, Manet, Degas o De Chirico, o en cineastas americanos como Hitchcock, las escenas de Hopper muestran la soledad y aislamiento del hombre en medio de la gran ciudad, la fugacidad y transitoriedad de su paso por la misma, la incomodidad de vivir en un mundo que cada vez se hace más ajeno, la fatalidad de vivir tras el umbral de una ventana casi imposible de cruzar.

 

Y es que esa ventana no llega a cruzarse nunca, pues la luz que entra por la misma no hace más que cegar la mirada, sumergirla en el fondo de una noche cerrada ante la que no queda otra opción que disfrazarse de cómico y descorrer el telón de nuevo, pero sólo para despedirse y dar por culminada la función -que no la vida, que la verdadera es la del interior-.

 

Sol de la mañana, 1966.

 

       

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *