¡Por los viejos tiempos…! y con los deberes por hacer

Por Mariano Velasco

Viejos Tiempos

Teatro Español (sala pequeña)

Del 24 de mayo al 15 de julio

Dirección: Ricardo Moya

Reparto (por orden de intervención):

Aridana Gil, José Luis García-Pérez y Emma Suárez

Traducción: Luis Escobar
Vestuario: Antonio Belart
Escenografía e Iluminación: Javier Ruiz de Alegría
Espacio Sonoro: Orestes Gas
Ayudante de dirección: Jorge Gallardo


Me parece a mí que no resulta muy recomendable pretender ir de listo cuando uno se enfrenta a una obra del dramaturgo británico Harold Pinter, así que ante una pregunta como de qué demonios va Viejos Tiempos, servidor va y responde que ni puñetera idea, va a ser mejor así. Ahora bien, casi que me atrevería a añadir que ni falta que hace saberlo. En cambio, ante la pregunta de si hay que ir a ver el montaje que Ricardo Moya ha hecho de Viejos Tiempos en el Teatro Español, ahí sí que diría que sí, que merece mucho la pena.

No sé si esta aparentemente contradictora explicación dará una idea de la sensación con la que uno sale de la coqueta sala pequeña del Teatro Español después de ver Viejos Tiempos. Pinter tiene, en efecto, una bien ganada fama de autor hermético, enigmático y de difícil comprensión. Tal vez tampoco sea para tanto. Tendrá sus zonas oscuras, no digo que no, pero sí que se le entienden muchas cositas. Otro asunto es que sea posible o no extraer de sus textos una única interpretación de lo que se representa. Porque en ese caso, si al final resultara que en Viejos Tiempos la hay, servidor al menos no ha sido capaz de encontrarla. Lo siento mucho.

Centrándonos en el contenido de la obra, contar que el punto partida es relativamente claro y sencillo: Deeley (José Luis García-Pérez) y Kate (Ariadna Gil), un matrimonio en el que parece no haber demasiada comunicación, esperan la visita de una antigua amiga de ella, una tal Anna (Emma Suárez). La irrupción de Anna acaba bruscamente con la monotonía reinante (“¿hay siempre este silencio?”, pregunta) pero en realidad Anna ya está en escena desde el principio. Pinter se ha cargado, para empezar, toda la lógica del espacio, pero es que su afán por destrozar no acabará ahí, porque algo igual o aún peor va a suceder con el tiempo.

Entre las características más señaladas del teatro de Harold Pinter, Premio Nobel de Literatura en 2005, está la de la utilización de una muy trabajada estructura compuesta por elipsis, verdades, medias verdades, mentiras, medias mentiras y silencios conducente a que el espectador no las tenga nunca o casi nunca todas consigo, es decir, a que no seamos capaces de manejar todas las claves que fundamentan la historia de la que estamos siendo testigos. Una manera muy particular de mantener la atención del público.

Veamos: ¿quién es realmente Anna? ¿Se trata, como se dice, de una vieja amiga, la única amiga de Kate? ¿Estamos ante una ensoñación compartida por el matrimonio? ¿Es Anna la propia Kate veinte años antes? ¿Podría ser Anna, sencillamente, una personificación del Pasado? ¿Habrá habido, tal vez, algo más que amistad entre las dos mujeres? Pero, ¿Está Anna viva o está muerta? El caso es que si supiéramos realmente y con total seguridad todas las claves y enigmas que se nos van proponiendo según avanza el texto, la obra perdería toda su gracia, fuerza y misterio.

Por si fuera poco, dentro de este batiburrillo de enigmas, suposiciones y probabilidades, el autor no se corta al proponernos un juego de suplantación e intercambio de personalidades entre los dos vértices  femeninos que conforman el triángulo “pinteriano”: Deeley comparte  recuerdos musicales y cinematográficos con Anna más que con Kate, acaba revelándose como amante de ambas y, en un giro más de tuerca, queda hipnotizado por los muslos de Anna… ¡vestidos con las medias de Kate!          

En realidad, las situaciones que a menudo nos presenta Pinter son, aparentemente, insustanciales; rupturas mínimas e insignificantes del devenir cotidiano que, sin embargo, acaban por resultar trascendentales para los personajes y, de manera muy sutil, también para el espectador, sea este consciente o no de ello. Un hombre llorando en el cuarto de Kate, un antiguo bar, un cine en el que ponen Larga es la noche, una casa en Sicilia, una manera de secarse…

Un texto de tales características no debe de ser nada fácil de representar. Con Pinter resulta más necesario que nunca que los actores estén a un muy alto nivel y que haya un sobresaliente trabajo de dirección, unas claras líneas a seguir dentro de la difusa nebulosa que envuelve al texto. Sí me atrevo a afirmar que José Luis García-Pérez (Deeley) está sublime. Sorprende su facilidad para sacar tantos matices de un texto aparentemente plano y frío, despojado de toda humanidad, para exprimir su papel con sorprendente naturalidad y siempre en su justa medida. En la lectura de la obra de Pinter uno no llega a extraer tan fácilmente esas idas y venidas que el actor recrea en el escenario y que comienzan en lo cómico, pasan por lo irónico, rozan con lo sarcástico y son capaces de acabar en lo violento, cuando no en lo trágico.

En cuanto al duelo de actrices, si hubiera que apostar por el combate, cada cual resultaría vencedora en un terreno bien diferente. La Anna de Emma Suárez se desenvuelve a las mil maravillas en la alternancia de diálogo/monólogo que le exige su papel y es quien marca, a lo largo de la obra, las rupturas más significativas con un logrado equilibrio entre naturalidad y artificio. Suya es la frase que tantas veces se cita como clave para entender la obra: “hay cosas que yo recuerdo aunque nunca han ocurrido, pero como yo las recuerdo, en realidad ocurren”.

Mientras, la Kate de Ariadna Gil está perfecta en los silencios. Su gestualidad, favorecida por la escasa distancia entre butacas  y actores (otro acierto, la  elección de la sala), genera una complicidad con el público al margen de que este llegue a asumir o no toda la fragilidad del personaje, y ello en una obra en la que los silencios resultan ser, no lo olvidemos, tanto o más reveladores que las palabras. El monólogo final, cuando por fin su personaje estalla, se supone que contendría muchas de las claves que el espectador estaba esperando para dar sentido a la obra. Solo se supone. 

Viejos tiempos es una obra absolutamente recomendable para quienes gustan de ir al teatro y llevarse a casa deberes y trabajo por hacer.  Aunque solo sea por la obligación de terminar con los míos, me voy a atrever finalmente a proponer una respuesta para la pregunta con la que iniciábamos esta crónica: que Viejos tiempos nos habla de lo que puede llegar a pesar sobre nosotros el pasado, si es que alguna vez este llegó a suceder.

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