El padre francés

 

El padre francés. Alain Elkann. Ediciones Barataria.  128 pp. 14 €. 

 

Mi hermana se llama Yvonne, es una hermosa mujer de cuarenta y cuatro años, menuda, con el pelo castaña claro corto, nariz pequeña ligeramente curva, boca carnosa y ojos azules muy expresivos. Tiene un carácter impulsivo, autoritario, siempre dice lo que piensa. Es una mujer solidaria con las personas que ama. Nunca ha estado ausente en los momentos importantes de mi vida y, excepto por alguna normal y fugaz discusión, siempre nos hemos llevado bien.

Cuando murió nuestro padre, no podíamos creerlo. El héroe hermoso y severo, cruel, muy amado y temido por los dos, aquel hombre que había sido el cemento de nuestra relación, había desaparecido para siempre. Lo acompañamos juntos al cementerio, sentados uno cerca del otro, en silencio, dentro de la carroza fúnebre que cruzaba las calles de París.

Aquella fría mañana de noviembre había mucha gente en el cementerio de Montparnasse y a mí me parecía haberme infiltrado casi subrepticiamente en la escena de una película. No conseguía pensar en nada y escuchaba distraídamente al rabino que, emocionado, con tono solemne, pronunciaba la homilía fúnebre evocando los méritos de mi padre, recordando sus gestas y sus obras. Miraba la caja de madera clara que estaba a pocos pasos de mí y me negaba a creer que podía contener su cuerpo que acababa de morir. En pocos minutos aquel ataúd iba a ser bajado para siempre a la tumba familiar donde estaban enterrados los abuelos. 

En los días siguientes al entierro no estaba triste, no lloré, pero me sentía solo: el ya no estaba, no iba a verlo más, no iba a llamarlo más por teléfono, no iba a oír más el timbre bajo y severo de su voz. Durante la primera semana de luto, cada noche había que rezar el kadish de duelo, y en la celebración religiosa tenían que estar presentes un rabino y diez hombres judíos. La mujer de mi padre se quedaba en silencio, trastornada por el enorme vacío que se abriría ante ella, por la idea de su futura soledad. 

Iba a visitarla por la mañana, alrededor de las once, ella me acogía con amabilidad y algo incómoda y, como si se tratara de ir a un santuario, me acompañaba al vestidor donde estaban los armarios de mi padre y mientras los abría me decía: «Coge los trajes que quieras» o «Coge las camisas, los pijamas, los calcetines». Poseer y llevar los trajes de mi padre me causaba una imperceptible molestia. Cuando era niño siempre había mirado con veneración aquellos armarios muy ordenados: los zapatos negros resplandecientes, todos iguales, las corbatas oscuras, los pañuelos blancos… Tras su muerte aquellas cosas inalcanzables ahora iban a ser mías. Podía ponerme el traje azul oscuro de raya diplomática que había llevado el día en que el presidente de la República le otorgó la Legión de Honor o el chaqué que se puso en la boda de mi hermana. 

Once meses después de la muerte de nuestro padre, como quiere la tradición judía, Yvonne y yo fuimos al cementerio para el primer aniversario. En el coche hablamos poco, aquella primera visita nos cohibía. Afortunadamente era un hermoso día de otoño y si no hubiera sido por las tumbas y las capillas, habríamos podido creer que nos encontrábamos en un parque público. 

Nos paramos delante de la lápida de mármol gris donde estaba grabado su nombre con caracteres dorados. Abrí el libro de oraciones y mi hermana y yo pronunciamos el kadish, luego nos paramos unos minutos en recogimiento, apoyamos las dos piedras en la tumba y nos alejamos. 

Pocos metros más allá vi una tumba nueva, una lápida blanca donde estaba escrito en negro «Roland Topor». Sabía que Topor era un artista, un escritor; lo había conocido con mi ex mujer y recordaba haber leído en los periódicos su necrológica. Lo recordaba con un vaso de vino tinto en la mano, su risa algo chabacana mientras se fumaba un puro. Era una noche de París, en casa de un amigo pintor. Mi hermana y yo empezamos a pasear sin rumbo por las calles del cementerio. Me contaba que no estaba triste. Estar delante de la tumba no la había trastornado. Sentía que la desaparición de nuestro padre nos había unido, que estábamos bien juntos, solos, paseando entre las tumbas….

Desde aquel día dejé el luto, dejé de llevar la corbata negra y empecé a pensar en mi padre de otra manera. Había sido un hombre serio, pero lleno de manías, de tabúes; un capricornio obstinado, un moralista de rasgos inmorales que se reía poco, que hablaba mucho y cuando reía mostraba una bonita sonrisa. Con él era difícil tener una relación serena porque bastaba decir media palabra de más para obtener algún castigo. Lo que más molestaba de su carácter, que a veces lo perjudicaba, era su exceso, a veces llevado hasta los límites de la crueldad, de la precisión, del rigor, de la puntualidad. El excesivo orden de su vida y de su persona. Todo estaba estudiado, organizado, preparado con gran antelación, nada se dejaba al acaso. Incluso el vestuario estaba pensado en los más mínimos detalles; qué camisa, qué gemelos, un traje oscuro, claro, azul o gris. Mi padre además siempre tuvo una curiosa relación con la comida. Vivía a régimen desde había innumerables años, quería a toda costa estar muy delgado, porque le parecía bello. Le horrorizaban la tripa y la calvicie. Aborrecía el dulce, era abstemio y sólo bebía agua mineral Evian. Comía fruta por la noche: manzanas, naranjas, mandarinas, fresas y cerezas.

 

(….) 

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