Está de moda

Por Miguel Carreira.

En el mundo de la educación, como en cualquier otro sector social, hay modas. Oscar Wilde, que es un escritor irlandés que a veces se pone de moda, dijo una vez sobre éstas que, desde el punto de vista estético son algo tan lamentable que nos vemos obligados a cambiarlas cada seis meses. Oscar Wilde, claro, vivió en en siglo XIX, que hoy nos parece una época antigua, ralentizada y casi un poco absurda. Un siglo que discurre en cámara lenta, como un prólogo enervante a la gran apoteosis histórica del s XX. Hoy a nadie se le ocurriría decir que una moda dura seis meses. Hoy las modas duran lo que tarda en surgir la siguiente, que no suele ser más de un par de semanas, y se relacionan entre sí mediante un sistema que es una especie de darwinismo vitriolico.

Por poner un ejemplo de cómo funcionan las modas. Hace poco, en televisión, pusieron un reportaje sobre una nueva moda que arrasa en internet, y que consiste en fotografiarse fingiendo que uno ha sido decapitado. Esta moda anima a los internautas a buscar modos ingeniosos de retratarse con la cabeza separada del cuerpo, inventando todo tipo de pintorescas escenografías y contextos que van de lo accidental a lo macabro. El objetivo de la moda no está claro; no parece haber ningún provecho evidente, pero lo cierto es que mucha gente encuentra que esto de fotografiarse cercenado es de lo más divertido que se puede hacer en un fin de semana o en una tarde tonta de jueves, de esas que llueve y no echan en la tele nada de interés

Lo único lamentable de esta nueva moda es que su aparición ha extirpado de raíz una moda previa, no menos interesante, que consistía en fotografiarse tumbado de forma totalmente horizontal sobre lugares insospechados -las jorobas de un camello o dos sacos de garbanzos-. Esta otra moda, a su vez, es la culpable del exterminio de una cierta tendencia popular consistente en fotografiarse a sí mismo agachado mientras se intenta adoptar, de la forma más convincente posible, la apariencia de un buho.

Caer en la tentación de suponer que este tipo de comportamientos estrambóticos se limita al mundo de internet es de una candidez fabulosa, e implica no haber visto, siquiera de pasada -como es mi caso-, siquiera un triste reportaje en los informativos sobre la última pasarela de alta costura. Las modas, en lo que a vestimenta se refiere, no sólo no son menos singulares que en otros ámbitos, sino que nos hemos acostumbrado tanto a ellas que hasta se nos pasan por alto sus extravagancias.

En la europa occidental, la evolución de las modas estuvo durante muchos años dictada por la aristocracia, un grupo social que, entre sus características, contaba con la de aburrirse extraordinariamente la mayor parte del tiempo. Salvo cuando se dedicaban a la guerra, la caza o a reclamar el derecho de pernada -que, por cierto, parece que nunca existió de lego, así que no era más que un acoso laboral de facto estandar- los nobles nunca tenían nada que hacer. En el caso de las mujeres la cosa era todavía peor, porque les estaba vetado el ejercicio de la guerra, la caza o el derecho a reclamar el derecho de pernada. En consecuencia, las nobles se dedicaron durante años a las labores del hogar, hasta que se puso de moda -sí, de moda, cómo no- que las aristócratas no realizasen trabajos manuales, de modo que estos pasaron a ser ocupación exclusiva de las sirvientas, que se dedicaban a trabajar en fregoteos y labores varias mientras las nobles se afanaban en constituirse en lo que, probablemente, haya sido el grupo social más ocioso y aburrido de la historia de la humanidad, seguidos muy de cerca por los nobles del sexo masculino que, más o menos por la misma época, empezaron a descubrir que con todo el asunto de las armas de fuego la guerra ya la podía hacer cualquier pelanas con un mosquete y que era mucho más cómodo quedarse en casa perneando a más no poder.

A falta de otra distracción, sobre todo en invierno, cuando no hay guerra, ni caza, ni bodorrios que bendecir a pernada suelta, los nobles se entretenían creando modas que llegaban facilemente hasta lo ridículo. Por ejemplo, un año se ponía de moda ponerse una bragueta y durante todo el año -entonces los años duraban varios años, y hasta más de una década- los nobles se dedicaban a ponerse braguetas más y más grandes, hasta que las cortes llegaron a parecer un pabellón de afectados por priaprismo crónico y galopante. Luego se pusieron de moda los tacones y todo el mundo quería tener los tacones más grandes que el conde de al lado, hasta llegar al extremo en el que que Luis XIV tuvo que imponer medidas legales para evitar que nadie le tocase los tacones. Copiar alguno de los modelos de tacones del monarca se castigaba con la pena de muerte.

Más allá de la confección o internet, las modas no son algo que haya sido esencialmente perjudicial para el ser humano. Al fin y al cabo, una moda no es más que un comportamiento generalizado que se adopta por imitación. Modas las ha habido de todos los tipos y, si obviamos lo del caracter efímero, podemos decir que también ha sido una moda el nazismo, tanto como los derechos humanos. Para bien o para mal, las modas son un comportamiento que adoptamos por imitación, haya o no un razonamiento previo. Las modas no siempre se razonan, pero no es malo -o no me parece malo- que la gente adopte de forma intuitiva y casi por osmosis la idea de que no es bueno discriminar racialmente o que no está del todo bien encerrar a un periodista si sus opiniones difieren en algunos detalles de las estadísticas del estado.

Me atrevería a decir incluso que el problema de las modas es cuando responden a la generalización de un comportamiento que, no sólo no responde a una motivación lógica de quien la sigue, sino que no tiene otro propósito o función que rellenar el horror vacui, el aburrimiento que nos embarga.

En el mundo de tecnología aplicada a la educación, por ejemplo, se ha puesto muy de moda poner nombres. Esta moda no es del todo original, sino que viene heredada del gusto que existe entre los tecnófilos por ponerle nombres a cualquier cosa que se les ocurra o cualquier elemento que introduzca una mínima variación respecto a su precedente.

Decía Nietzsche que la inteligencia nace del acto de olvidar. Que el primer acto de inteligencia habría podido consistir en un antepasado nuestro que, al ver un depredador -un lobo, por ejemplo- recordó otro depredador, -otro lobo, por ejemplo- que había visto antes y decidió olvidar las diferencias entre ambos lobos -que las había: un quítame allá ese pelaje más oscuro o un ojo perdido en alguna dentellada- para centrarse en los puntos comunes, uno de los cuales, por supuesto, es que el bicho en cuestión era peligroso y podía arrancarle un brazo. La inteligencia no siempre está en diferenciar. A menudo está en agrupar, en encontrar similitudes entre distintos objetos o circunstancias que nos permitan extrapolar nuestros conocimientos.

Vamos a ejemplificarlo con una parábola: imaginemos a un hombre subido a una escalera que llama desesperado a los bomberos. Cuando llegan los bomberos se encuentran con una situación extraña. La escalera está. La escalera está en perfectas condiciones y no parece que nada impida a nuestro hombre descender normalmente. Sin embargo, el hombre alega que no sabe bajar de esa escalera, que nadie le ha enseñado jamás, que se ha bajado de artefactos parecidos, e incluso que una vez descendió de un modelo idéntico, pero de otro color. Obviamente, estaremos en nuestro derecho de suponer que ese individuo es un perfecto imbécil.

En el mundo de eso que se ha dado en llamar «nuevas tecnologías» y, por un lamentable contagio, en el mundo de las tecnologías aplicadas a la educación, se produce a menudo un fenómeno similar. Para que todos nos llevemos lo nuestro, tengo que decir que yo mismo he caído en el defecto que critico en más de una ocasión. Valga esto, no como crítica, sino como llamada a la reflexión.

Cuando un profesor abre un blog educativo, por ejemplo, se impone la costumbre de no hablar de blog, sino de «edublog». Si el blog está centrado en fotografías se habla de «fotoblog» y si se cuelgan muchos videos «videoblog».

Pues vale.

Las TIC (Técnicas de la Información y la Comunicación) aplicadas a la educación han atravesado diferentes tentativas de rebautismo. Se propuso, por ejemplo, el uso de TICC, TAC (no es broma), TAE y variantes que, en opinión de sus patrocinadores, expresaban mucho mejor la tremenda originalidad que implicaba poner un ordenador en una clase.

En el campo de la educación no reglada el absurdo es todavía mayor y hay una palabra exacta para cada gesto que un alumno hace o no delante de un ordenador, y un término concreto para cada siete centímetros de diferencia que haya entre el profesor y el ordenador, el alumno y el ordenador, el profesor y el alumno entre sí o el profesor y el alumno respecto a un punto fijo en el espacio. Así tenemos el «learning» de toda la vida, el «e-learning» -que es igual, pero a distancia y no son cursos por ordenador, sino otra cosa- el b-learning o blended learning -que son cursos que se hacen a ratos con el ordenador y a ratos con el learning de toda la vida, es decir, con profesores, libros y cosas de ese jaez- el m-learning -que es lo que haces si revisas la lección en el iphone- el micro learning -que es lo que haces si estudias a poquitos- o el game based learning, que es lo que pasa si te encuentras un crucigrama en el libro de inglés. Todos nombres esenciales sin los cuales es imposible avanzar en una pedagogía más sofisticada y eficaz.

El último grito en uso de palabras «técnicas» son los PLE, siglas que corresponden a Personal Learning Environment. Esto de un PLE es lo que cualquiera conocería por «utilizar internet hoy en día». Es decir, cualquier usuario mínimamente acostumbrado a trabajar con internet y que, además, lo utilice para aprender de vez en cuando algo sobre su negocio, sus estudios o cualquier campo de interés que maneje, tendrá  una serie de sitios web en sus favoritos. Tal vez use un lector de rss, es posible que se haya acostumbrado a Delicious y presumo que tendrá en su red social a un par de amigos cuyo criterio valore lo suficiente como para leer lo que estos puedan anotar o enlazar sobre el tema que a usted le interesa. Pues eso, señores míos, es un PLE.

Por supuesto, los defensores del término argumentan que PLE recoge mejor la complejidad que implica el uso del ordenador en los distintos medios, con las distintas herramientas y en un entorno de complejidad proteica. No digo yo que no. Pero esto es, poco más o menos, como si alguien le explica a usted que, cuando va conduciendo por la calle, no está conduciendo, en realidad, sino que está creando un «Entorno de movilidad motorizada» (EMM), puesto que el término ejemplifica mucho mejor el hecho de que, en el acto de conducir, se relaciona usted con distintos elementos ambientales, como las señales, los bordillos, una señora que cruza la calle con un perrito y el conductor de al lado, que le está enseñando el dedo que no se debe enseñar porque, amigo mío, no está usted a lo que está y le acaba de cerrar el paso.

Esto, claro, es una reducción al absurdo, pero le puedo asegurar que la cosa no está muy lejos. A pesar de eso, hoy hay programas informáticos que juran y perjuran que «son» un PLE. Ahí sí que me pierdo del todo. Volviendo al símil anterior, es como si un coche asegurase ser la conducción y los giros a la izquierda: pura abstracción pedagógica.

El problema de esta obsesión por la creación de nuevos términos y su inclusión en un infinito diccionario tecnológico es que este es precisamente uno de los factores que ayudan a dar la sensación de que se trata de un mundo críptico, al que sólo se puede acceder con largas y fatigosas horas de estudio. En todos los congresos sobre el uso de las TIC en la educación se lamenta la falta de implicación de gran parte del profesorado, a la vez que se proponen nuevos y extraños términos para complicar, en lo terminológico, una realidad que no podría ser mucho más simple, ni podría haberse estancado mucho más en los últimos años (dos, por lo menos).

Voluntaria o involuntariamente se levanta una muralla de términos absolutamente imperfecta, tanto por lo indefinido de sus piezas -pregúntele usted a tres expertos en tecnología aplicada a la educación qué es un PLE y agárrese los machos-, como por la tremenda inflación de su tamaño. Nada nuevo bajo el sol. Las palabras siempre han sido tan buenas para decir como para callar. Los conjuros servían para ocultar los arcanos de la alquimia, que se practicó durante años y nunca sirvió para nada.

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