Fogwill o los regalos del azar

Por Recaredo Veredas.

El azar ha conducido a muchos hombres y mujeres al matrimonio, a trágicos accidentes y a premios millonarios. También puede conducir a lecturas gloriosas. El viernes pasado, a eso de las seis, acababa de regresar de una comida de negocios. Demasiado cargada de humo, alcohol e improperios. Mi karma tocaba suelo, no sabía si leer, dormir, seguir la juerga o, simplemente, mirar al techo. De repente, recordé que mis amigos Lorenzo y David habían quedado para jugar al Risk, ese juego tan ochentero, ideal para desperdiciar una tarde en cerveza y cotilleos, sin conceder importancia a la victoria o la derrota. Decidí llamarles y les convoqué en mi modesto hogar. David apareció con una novela de Fogwill, Los Pichiciegos*, que acababa de terminar. De Fogwill solo había leído Muchacha punk, un relato que tardó en gustarme pero cuando lo hizo, lo hizo de verdad. Me embaucó su agilidad y su fina ironía, tan poco estridente, próxima a la de su compatriota Fabián Casas. Sin embargo, el personaje creado por el autor para su propia vida no me resulta demasiado simpático. Cuando murió se sucedieron los halagos a su excentricidad y a todas sus supuestas virtudes me parecían cansinas muestras de exhibicionismo. Tal vez sea culpa mía y sufra una carencia de naturalidad. Por ejemplo, todos sus amigos alababan su capacidad para cantar en alemán. Si en mitad de una cena, un amigo empezara a cantar a voz en grito un lieder de Schubert, no le consideraría un genio, aunque fuera el difunto Fischer-Dieskau, sino un pesado. Suele ocurrir: la élite indie, desde los tiempos de Warhol, considera tronchantes actitudes o situaciones que, contempladas con cierta distancia, resultan abiertamente ridículas. Tal vez la causa de mi opinión sea la ignorancia y si hubiera compartido mesa y mantel con el Sr. Fogwill sus trinos me habrían parecido divertidísimos. Sin embargo, los elogios desmedidos de David y Lorenzo hicieron que empezara a leer Los Pichiciegos.

Fue, sin duda, una decisión acertada porque pocas veces -al menos pocas veces en los últimos dos años- he leído una novela tan espléndida: lo es por sus personajes (más bien su personaje colectivo) y por la creación de un mundo claustrofóbico, limitado por un campo de minas, por la construcción un enemigo tan frívolo como terrible, por el ataque constante del invierno polar, por la inmensidad del océano y por la propia parálisis -beckettiana- de los desertores. Porque los protagonistas de esta magistral novela son una pandilla de soldados de la guerra de las Malvinas que, ante el caos, se encierran en una especie de búnker y contemplan impávidos la derrota, rodeados por ovejas, que periódicamente estallan al pisar una mina, y por el rugido de los Harrier británicos, especie de erinias que, desde la altura, salvan o exterminan. En Los Pichiciegos habitan, entre otros, el absurdo, Orwell, Goldman o Camus. Posee un dominio impresionante de la elipsis, el ritmo, el punto de vista y, sobre todo, de registros muy distintos: es capaz de saltar desde tonos bajos, casi populares hasta la épica faulkneriana sin que el lector perciba brusquedad en el salto. Además permite que sea el lector quien, lentamente, gracias a una magnífica dosificación de los datos, se adentre en el mundo de los encerrados. El desenlace puede resultar discutible, puede parecer un Deus ex Machina: el autor se encuentra frente a un callejón sin salida, no sabe qué hacer con los personajes y opta por el camino más fácil. Sin embargo, es un Deus ex Machina tan coherente y tan bien escrito que el lector olvida la obviedad del recurso. Ojalá todos los regalos del azar fueran tan provechosos.

*Los Pichiciegos. Fogwill. Editorial Periférica. 2010. 

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